
Master en Desarrollo Local. Director de la Fundación Donum, Cuenca. Exdirigente de Alfaro Vive Carajo.
No se puede entender la última decisión de la Corte Constitucional a propósito de la despenalización del aborto por violación sin tener en cuenta el rol de los movimientos sociales en el mundo contemporáneo. Porque el logro conseguido por el movimiento de mujeres y el movimiento feminista trasciende el marco de la política formal, donde supuestamente deberían solventarse estas demandas.
Las distintas legislaturas que tuvieron que procesar el tema del aborto brillaron no solo por su inoperancia, sino por su absoluta indolencia frente a un problema cuyas consecuencias son desastrosas para la sociedad. Que miles de mujeres, adolescentes y niñas tuvieran que padecer el tormento y las consecuencias de la violencia sexual parecía no incomodar a los representantes de la formalidad política; es decir, a los partidos e instituciones del Estado. Más pesaban los cálculos electorales o la aprobación pública que los derechos.
La despenalización del aborto por violación trae implícitos, además, otros efectos. En buena medida, es un torpedo bajo la línea de flotación del patriarcado y del vetusto moralismo religioso. La reapropiación del derecho sobre sus cuerpos plantea una forma distinta de relacionamiento de las mujeres con el resto de la sociedad.
Lo que acaba de suceder en el Ecuador es el reflejo de un fenómeno mundial. Desde hace medio siglo el peso de las agendas sociales ha ido desplazando paulatinamente a los itinerarios de los partidos políticos, cuya representatividad entró en una crisis irreversible. Los movimientos ecologistas, feministas o indígenas –por citar únicamente a los más conocidos– han interpelado al poder y al sistema capitalista con mayor impacto que los antagonistas tradicionales.
En todos lados, los partidos y las instituciones se han visto desbordados por la dinámica de estos movimientos sociales. Y aunque traten de incorporar estas agendas a sus programas de gobierno, los conflictos terminan resolviéndose en la esfera de lo público. Es decir, en las calles. Fueron las multitudinarias movilizaciones en Argentina las que forzaron la aprobación de la ley sobre el aborto.
La trascendencia de los movimientos sociales radica en que provocan cambios de fondo en una sociedad. No es un tema de formalidad jurídica, sino de sentido. En otras palabras, son cambios en la forma en que un conglomerado humano ve la realidad, concibe el mundo y renueva los discursos. Lo que antes ni siquiera se discutía termina convertido en parte fundamental de la convivencia social. ¿Quién, a estas alturas, se atrevería a negar el derecho de los jóvenes a ejercer libremente su sexualidad, algo inconcebible hasta hace unas décadas?
La despenalización del aborto por violación trae implícitos, además, otros efectos. En buena medida, es un torpedo bajo la línea de flotación del patriarcado y del vetusto moralismo religioso. La reapropiación del derecho sobre sus cuerpos plantea una forma distinta de relacionamiento de las mujeres con el resto de la sociedad. Sobre todo, reivindica una autonomía real y concreta frente a quienes se creen autorizados a normar su conducta y someter sus vidas.
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