Nuevamente los pueblos indígenas buscan que los miremos y los escuchemos. Claro, sus formas y estilos no corresponden a los llamados socialmente adecuados y esperados. Acuden al paro y también a no poca violencia física que se expresa en daños ocasionados a las ciudades. Por otra parte, quizás pudiéndolo evitar, permiten que se les junten grupos sociales claramente identificados con la violencia e incluso con cierto terrorismo primitivo.
De suyo, un paro ya constituye en sí mismo una forma de violencia porque está propositivamente destinado a alterar los ordenamientos de la vida cotidiana, lo cual no deja de molestar a todos. Y, en cierta medida, no son justos.
Sin embargo, desde hace siglos, los grupos indígenas han vivido y viven aislados: solo muy parcialmente se benefician de los adelantos de la ciencia y de la tecnología. De alguna manera, ellos constituyen la antítesis del desarrollo de las ciudades y de sus ciudadanos. Nosotros vivimos en las ciudades, grandes y pequeñas y, de una u otra manera, nos encontramos formando parte del proceso de desarrollo mundial, con todas las grandes limitaciones del tercer mundo.
Nuestros campesinos e indígenas se hallan muy atrás de este tercer mundo. El suyo está atravesado por las injusticias, el analfabetismo cultural, por grandes lagunas sociales, por serias carencias tecnológicas.
Si nosotros, los de las principales ciudades del país, nos sabemos científica y tecnológicamente tan atrasados frente a cualquier país europeo, ¿en dónde colocar a nuestros campesinos e indígenas?
El indigenado crece social, cultural, económicamente a paso de tortuga artrítica. Ellos siguen siendo los indios ignorantes, metidos bajo el poncho de las ancestrales pobrezas, crecidos como un fruto más de sus tierras empobrecidas que a duras penas les da para sobrevivir.
El indigenado crece social, cultural, económicamente a paso de tortuga artrítica. Ellos siguen siendo los indios ignorantes, metidos bajo el poncho de las ancestrales pobrezas, crecidos como un fruto más de sus tierras empobrecidas que a duras penas les da para sobrevivir.
Desde luego que su presencia en la ciudad nos incomoda, no solo porque atenta en contra de nuestro supuesto y hermoso orden estatuido. También nos quita la supuesta tranquilidad en la que vivimos los ciudadanos que, si por azar, no tenemos agua una hora o se suspende el fluido eléctrico por minutos, ponemos el grito en el cielo y acusamos de inútiles a todas las autoridades.
Nuestros indios viven una cotidianidad atávicamente caracterizada por la repetición de los mismos males e iguales frustraciones, por crecientes carencias que se hacen más evidentes cuando el mundo evoluciona y ofrece nuevas formas de vida que hacen más fácil y agradable la cotidianidad.
De modo alguno se pretende justificar la violencia social o que el tomarse las ciudades sea la mejor forma de lograr que los poderes tomen conciencia de la realidad del campesinado. Pero sí es necesario ir más allá de los fenómenos para encontrar aquello que motiva su protesta.
Ya no es dable ni cuerdo retornar a la cantaleta de la conquista y su mitopoiesis. Es la hora de las reivindicaciones sociales en un país que no cesa de hablar de igualdad y de derechos para todos. Por lo mismo, es tiempo de que la justicia social se haga presente, no con la vacuidad de las promesas que surgen de los poderes. Una de las grandes virtudes que posee el poder, desde siempre, desde el mito de paraíso, es el de engaña, miente a diestra y siniestra
Son urgentemente necesario que se produzcan cambios radicales. El indigenado requiere de nuevas y eficientes políticas públicas destinadas a producir serias transformaciones en su vida cotidiana. No necesitan paños calientes y, menos todavía, un conjunto de promesas que nunca se cumplirán porque surgen del engaño.
En consecuencia, no los mandemos de nuestras ciudades ni con las manos vacías ni con la idea de que solo invadiéndonos pueden lograr lo que necesitan. Tampoco que nuevamente caigan en la tentación de recurrir a la falacia de quienes ya los engañaron y vilipendiaron cuando estuvieron en el poder. Lo que menos necesitan son promesas. Quieren proyectos concretos que los ayuden a salir de ese agujero oscuro en el que han vivido desde el día uno de la colonización.
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