Comunicador. Es máster universitario en Imagen, Publicidad e Identidad Corporativa por la Universidad Camilo José Cela de Madrid. Director de la agencia creativa SOMOS Imagen & Comunicación. Apasionado por la reputación, marca personal y comunicación política.
Rafael Correa fue elegido presidente de Ecuador en el momento y el contexto adecuado: una profunda crisis política en el 2006 con tres presidentes destituidos, electores que ya no confiaban en los partidos tradicionales, ni tampoco en sus instituciones. Ese fue el escenario ideal y favorable para que se forjara como un político no tradicional, independiente y con una formación académica muy sólida.
En su discurso de posesión manifestó: “La Revolución Ciudadana recién ha iniciado y nadie la podrá parar, mientras tengamos a un pueblo unido y decidido a cambiar”. Si observamos su discurso siempre enfatizó la idea del “Cambio”. Un cambio que se apoyó en la ciudadanía, en el pueblo. De hecho, ofreció empoderar al ciudadano común con su expresión habitual: “Hay que cambiar este país”.
Desde sus inicios marcó su narrativa como presidente progresista y su relato dijo cambio. Las ambiciones del ex mandatario por transformar al Ecuador de forma estructural y radical, pusieron en escena su lucha constante por el cambio y su discurso de confrontación con los grupos de poder, que sincronizó con aspectos sentimentales del pueblo y una posición de liderazgo total, le permitió por diez años controlar el escenario político ecuatoriano.
Sus eslóganes de campañas fueron desde “La Patria vuelve” (2006); “Dale Patria” (2007); “Yo voto SÍ, porque el NO ya lo viví” (2008) y “La Patria ya es de todos” (2009). Con “Ya tenemos un presidente, tenemos a Rafael”, presentó una narrativa que impulsó a Correa como irreemplazable, porque con él continuaba el cambio. Entendido como un proceso constante que nunca termina, y en el que era necesario alguien que lo dirija, para ello estuvo él.
Repetía: “Pueden decidir continuar con el cambio o volver al pasado”. De hecho, creo que su frase “Ya tenemos un presidente, tenemos a Rafael” y creo la estudiaron basándose en el tuit que puso el equipo de Barack Obama en sus tiempos de campaña, en respuesta a Clint Eastwood: "This seat's taken". En su narrativa, dejaba claro que estabas con él o contra él. Se erigió como el único capaz de dirigir al país en su proceso de cambio continuo.
Por diez años su estrategia comunicativa mostró a un presidente que buscaba visibilidad mediática permanente con un trabajo visual impecable, gracias al aparataje de propaganda de Estado que reunió un rosario de canales, radios, y un periódico, y se centró en el uso masivo de las redes sociales. Correa compartía con el pueblo sus actividades diarias, pero sobre todo exhibía orgulloso sus promesas cumplidas, con una política asistencialista como la entrega efectiva de bonos, casas, créditos a los menos favorecidos, que lo consolidaron como el líder del pueblo; los pobres recordarán que ningún presidente hizo tanto por ellos.
Si recapitulamos la campaña permanente y continua por medio de la propaganda estatal, cuya pieza clave fueron los enlaces de televisión de todos los sábados, (como el último en Guayaquil donde despotricó contra la prensa) y en paralelo los gabinetes itinerantes en lugares remotos donde nunca llegaba un presidente con sus ministros, fueron tácticas y estrategias que le permitieron construir su imagen y encarnar el cambio.
De hecho, el guión neopopulista de todo el aparato de propaganda llevó al pueblo a polarizarse, a la confrontación, a crear un odio hacia la partidocracia que antes no cumplió y que día a día conspiraba contra su revolución.
Observando su lado humano, Correa fue asociado con sentimientos de alegría, sinceridad y seriedad, que reflejaron seguridad, autoconfianza y una imagen de autenticidad, firmeza y liderazgo nato. Correa fue un comunicador emotivo, seguro y directo, despertaba afectos, odios y pasiones. Su narrativa estuvo cargada de símbolos, emociones y antagonismo aferrado a las palabras, a la fuerza persuasiva de un relato eruditamente estructurado que apelaba al sentido común de los ciudadanos. Rafael Correa fue un populista sofisticado.
Cuando la ciudadanía probó el sabor de la desazón y la incertidumbre con los políticos de siempre causantes de sus precariedades, Correa afianzó ese instinto protector y la relación que estableció con el pueblo en su relato movilizó memorias y relaciones pasadas, apeló al sentido de carencia, desde la visible necesidad material (un techo, bonos, alimentos) hasta la misma necesidad emocional, el deseo de protección y seguridad. Lo veían como un padre, se creó una simbiosis de consuelo, Correa por diez años se convirtió en el “padre de la patria”. Para algunos, simplemente usó en su provecho todos los elementos tradicionales de los caudillos latinoamericanos de los siglos XIX y XX, desde García Moreno hasta Velasco Ibarra.
Manejó un discurso de justicia social frente a los políticos de siempre que respaldaron al neoliberalismo. Su afán en toda la década de gobierno, fue que el poder compensara relaciones más justas, buscando el equilibrio social y la erradicación de la pobreza. Hizo sentir al pueblo traicionado por los gobiernos anteriores, lo convenció de que él era el único que se preocupaba por ellos, por los marginados y oprimidos. Para los pobres, recibir una casa no fue solo un favor, significó tener un espacio propio, una lucha que años atrás no hubiesen conseguido, un logro fundamental en sus vidas, justicia social.
Los seres humanos venimos programados para aceptar la autoridad, pero en Ecuador con Correa, se observó un caso especial. Fue el líder que se construyó en base a un ideal, él encarnó la revolución ciudadana. Como populista, fue la personificación perfecta de su propia revolución, siempre pidió lealtad absoluta, fidelidad e incondicionalidad. El sentido de pertenencia y lealtad eran esenciales en su círculo, bloque y revolución. Cuando se expresaba hacia la ciudadanía, utilizaba el “nosotros”, y se hacía parte de ella, cuando explicaba un problema se fusionaba con el pueblo, con sus comunes. Asimismo con los ciudadanos que lo eligieron, los mandantes, a ellos los empoderaba y los hacía parte del cambio. Incluso con sus camisas otavaleñas y sus conversaciones en quichua enamoraba a los indígenas. En contraste con el discurso, creó un Estado autoritario en el que nada ni nadie podía expresarse fuera del control oficial.
Definido como un cristiano de izquierda en un mundo secular, forjó su carácter religioso producto de su formación en una comunidad católica de Salesianos, donde palpó la realidad socioeconómica de los pobres que le permitió moldear su conciencia política. Como populista religioso, proyectó una imagen de pureza política con sólidas convicciones religiosas, efectivas hablando en términos electorales, ante una partidocracia a veces moribunda, maligna e inmoral a los ojos del pueblo.
Desde los comienzos de su carrera política marcó a sus enemigos: La corrupción latente de la partidocracia que hundió al país años atrás, y en sus ataques verbales también proclamó a la prensa (medios de comunicación y propietarios elitistas) como su mayor enemigo. Arremetió contra el Imperialismo, el Fondo Monetario Internacional y el Banco Mundial, sus enemigos durante diez años de gobierno. Al mismo tiempo, consolidó alianzas políticas y creó nuevas dependencias económicas con países autoritarios, como la Rusia de Putin, la Turquía de Erdogan o el capitalismo de Estado chino.
Fue un presidente con mucho temperamento, y se pudo notar en la insubordinación policial del 30 de septiembre en el 2010, cuando Correa, al querer dialogar con los uniformados fue retenido durante algunas horas en un hospital, en hechos dudosos, (también existe la hipótesis que fue un intento de golpe de estado). Ante la euforia del momento dijo: “¡Si quieren matar al presidente, aquí está, mátenlo si les da la gana!”. El suceso no hizo más que disparar el apoyo y sus índices de popularidad se incrementaron. Utilizó ese espacio para demandar que la ciudadanía afín se alinee más e identifique quien es el malo y quien es el bueno, basta decir que la Policía Nacional no ha gozado en los últimos tiempos de la simpatía de los ecuatorianos, y con ese hecho menos aún.
Rafael Correa dejó el poder como un presidente que nunca abandonó la tarima. Hizo su mejor papel como protagonista en una saga que duró una década. Recuerdo haber escuchado de uno de mis profesores del máster en Europa que “los políticos son actores 24 horas al día” y cuando él realizaba su perfomance, lo hacía de forma efectiva. Cabe mencionar un fenómeno importante de destacar, desde 1979 año de regreso a la democracia en Ecuador, ningún presidente consiguió mantener durante largo tiempo el nivel de aceptación que él tuvo en todos sus años de gobierno. Correa dejó el poder como un gobernante que rompió esquemas y que emprendió el difícil camino de la transformación. Cambio que él no pudo tener, como jefe de Estado sembró odio, no intentó ni propició la reconciliación nacional y a pesar de luchar contra el problema de la corrupción, fue un lastre que afectó a su gobierno desde los inicios, hasta el final. Solo la historia dirá si el líder de izquierda logró cambios profundos en este país sudamericano.
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