
Putin es un necio, dicen los ciudadanos rusos que se resistieron a ser reclutados para ir a morir en una guerra absolutamente ajena y, como ellos mismos afirman, estúpida. Toda guerra lo es. Y ésta quizás más que todas porque surge de una ambición incontrolable de un Putin convertido en tirano. Con los tiranos no se negocia pues los sustenta el mal.
Una vez que Putin se ha apoderado de una parte importante de Ucrania y la ha sembrado de bombas, cohetes y más, entonces sí se autoproclama no solo el vencedor absoluto sino además una víctima de ese país al que invadió arbitraria y ferozmente.
Desde luego que la mayoría de los rusos está en contra de esta guerra que, sin embargo, ha permitido a Rusia una nueva salida al mar y apoderarse de estrategias militares para mirar de otra manera a Europa y a la OTAN. Pero el pueblo ruso sabe que ya no es tiempo ni de guerras ni de invasiones ni de usurpaciones. Saberes que, sin embargo, no sirven para nada frente las maléficas decisiones del poder.
Para líderes como Putin, el poder implica poseer la capacidad de administrar la muerte, el dolor, el sufrimiento. Un poder intolerante que no surge de la designación democrática o que, habiendo procedido de esa fuente, se ha dejado contaminar del virus de la tiranía.
¿Cómo sostener la democracia y la libertad al margen de la tolerancia? Tan solo en libertad son posibles las diferencias. Más aún, la democracia es el patético reconocimiento de la diferencia.
Para líderes como Putin, el poder implica poseer la capacidad de administrar la muerte, el dolor, el sufrimiento. Un poder intolerante que no surge de la designación democrática o que, habiendo procedido de esa fuente, se ha dejado contaminar del virus de la tiranía.
Putin se ha mostrado absolutamente intolerante, con esa indolencia propia de los rancios poderes que se sostienen en sí mismos y no en la presencia libre de los otros cuyos deseos y expectativas ya no cuentan. Putin es, no solo su propia circunstancia, sino la sumatoria de todas las circunstancias de quienes él considera sus vasallos o sus súbditos. Ignora los sentidos de las diferencias.
Sin embargo, lo que realmente preocupa es el silencio de Occidente, en especial de Europa y USA. ¿Acaso temor a echar gasolina al fuego? Nada más espantoso en la política internacional que un país grande esté representado en un solo nombre, pero no en una representación simbólica, sino real y fáctica. En este caso, se produce una suerte de identidad casi material entre el país y su representante. Es decir, Putin es Rusia. Por ende, él se ubicaría más allá de toda posición significante que permita que sus deseos devengan ley.
Un presidente representa a su país. Por ende, las dimensiones de su representación se hallan determinadas en las leyes que justifican esa misma representación. Cuando se quiebra o desaparece esta relación significante, el poder permanece tan solo como poder. Es lo que acontece con toda dictadura en la que el poder ya no hace referencia a los otros a quienes representaba sino tan solo al dictador que se ha apropiado de los deseos y palabras de los otros.
El mundo, en especial Occidente, ya aprendió lo que significan las guerras y sus espantosas consecuencias. Toda guerra es sinónimo de destrucción, dolor y muerte. Pero Putin no ve más allá de sus intereses expansionistas. No ve el mundo con las nuevas miradas que surgen de los derechos y de la confraternidad de los pueblos. Los tiranos suelen mirarse a sí mismo, incluso cuando pretenden mirar al otro al que, sistemáticamente, desconocen.
Putin debería recordar que no existen guerras santas ni siquiera guerras justas. La guerra en sí misma constituye un pérfido invento del poder, una patética demostración de la parte más inhumana de la sociedad. También debería leer Adiós a las armas de Hemingway.
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