
¿A quién pertenece la sexualidad de chicas y muchachos? ¿Cuál es aquel dueño que debe decidir sobre las implicaciones personales, familiares y sociales de sus ejercicios? Desde los inicios míticos de la historia, estuvo claro que el hombre era dueño de su sexualidad sin poder alguno que la limite. La historia de la mujer fue otra. El matrimonio, de hecho, no legitimó los ejercicios de la sexualidad del hombre sino los de la mujer pues históricamente se construyó un abismo de significación en torno a la libertad y la pertenencia entre la sexualidad del hombre y la de la mujer. Mientras la sexualidad femenina fue destinada a la procreación, la del varón se inscribió siempre en el goce. Inmensa y fatal diferencia. El cristianismo maximizó estas diferencias: la virginidad, por ejemplo, se convirtió en don fundamental. El cristianismo fue misógino.
En el último tercio del siglo XX, en Occidente se producen radicales rompimientos epistémicos con ese pasado perversamente excluyente de las mujeres. Las nuevas generaciones se propusieron construir otros mundos con nuevos lenguajes y nuevos estilos de vida en los que la subjetividad, la libertad y la sexualidad ya no aparezcan como don otorgado por el poder civil, religioso o familiar. Se produce un mundo de hombres y mujeres determinados a ser libres e inquebrantablemente dispuestos a rechazar aquellos principios políticos, familiares y religiosos que antes los habían esclavizado al poder del Amo. Si bien se levantaron muros y aparecieron dictadores decididos a continuar con la historia de esclavitud, ya no fue posible dar marcha atrás: la libertad dejó de ser un don otorgado generosamente por el poder para volver a ser irrenunciable principio de existencia de cada sujeto y también de los pueblos.
Somos libres por definición, y desde la libertad, dependemos de los otros para existir. El otro, cuando ejerce el poder, lo hace a nuestro nombre. No hay, pues, lugar para los dictadores políticos, sociales o domésticos convencidos de que están para determinar lo que los otros deben pensar y cómo deben vivir. En este espacio social y familiar nacen niñas y niños y en él se hacen mujeres y hombres. Papá y mamá no son más dueños de sus hijos. El Estado no es dueño de sus ciudadanos. Las leyes no están para esclavizar sino para ayudar a vivir la libertad de la mejor manera posible. La sexualidad pertenece al mundo de la libertad.
La sexualidad no es un don que alguien otorga a un niño o una niña. Es una realidad que en cada sujeto construye formas de estar en el mundo y de vivir tanto el placer como el sufrimiento, el goce como la esperanza, la vida y también la muerte. La sexualidad es la identidad. Esta sexualidad se construye, se vive y se expresa de múltiples formas a lo largo de la vida. La sexualidad constituye también el escenario real y mágico en el que se escenifican los deseos, las pasiones, los goces, los sufrimientos y la misma muerte. No se reduce, pues, a la genitalidad a la que trasciende de manera absoluta.
Se trata, en consecuencia, de la identidad: ser mujer, ser hombre. Y los encuentros con el otro son siempre encuentros de identidades. El enamoramiento constituye la expresión más profunda y vital de acercamiento al otro. Porque únicamente con el otro construyes tu identidad: el otro te dice que eres mujer u hombre.
La sexualidad es también la expresión privilegiada de la identidad y de la libertad y de la subjetividad. Libertad y sexualidad crecen con el sujeto. No es lo mismo ser niña que muchacha, joven que anciana. A cada tiempo le corresponden sus propias formas de expresar la libertad, las alegrías, los placeres y amarguras. La sexualidad no se agota, pues, en la genitalidad. Los perversos, los abusadores, ellos reducen la sexualidad a la genitalidad.
El poder de los adultos se resiste a que las nuevas generaciones tomen cada vez más tempranamente el poder sobre sí mismas. El gran dilema: ¿quién debería autorizar o prohibir hacerel amor? No, por cierto, el poder político que se halla atravesado por grandes hipocresías y desconocimientos. ¿Quién y qué las ayudará a evitar los riesgos como los embarazos prematuros y no deseados? No la ley. Pero sí la educación que crea saberes y nuevas actitudes para tomar las mejores decisiones. No la ley sino una familia abierta al mundo. No la familia que se apropia de las hijas sino aquella que las guía hacia la libertad. Una familia que, al reconocer que se viven nuevos tiempos, apoya el desarrollo de las propias y nuevas libertades.
El sistema educativo es un muy mal educador en estos temas porque parte de lo formal (los decretos) y hace muy poco en lo fáctico. Posiblemente el Ministerio de Educación sí sepa en qué consiste educar en sexualidad. Pero es muy probable que no sepa cómo hacerlo en el aula porque posee un solo método para la construcción de saberes: la materia, el profesor y la clase. Habla mucho de la libertad de chicas y muchachos para tomar sus propias decisiones, pero, cuando no se escandaliza, guarda silencio sobre temas como identidad, privacidad, pertenencia, preservativos, anticonceptivos, el aborto, los embarazos. Comúnmente, en casa no se tocan estos temas.
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