
Profesora universitaria, investigadora y periodista, con un doctorado por la Universidad Nacional del Cuyo, de Argentina.
Hoy, como en pocas oportunidades, las decisiones electorales del 7 de febrero son cruciales: ahora o nunca.
Las fuerzas no democráticas, populistas y autoritarias miran los próximos comicios como, tal vez, su última oportunidad para apoderarse del gobierno, por vías electorales, y no dejarlo nunca más. Si Ecuador se les escapa de sus manos sus designios no se concretarían pues no podrían retomar su proyecto de control absoluto y permanente del estado para rediseñarlo a la medida de sus apetitos de poder, nunca satisfechos.
Los ejemplos de Venezuela y de Nicaragua, entre otros, y los 10 años en el dominio del poder político nacional nos muestran su interés por perpetuarse y desterrar la alternancia.
La Venezuela de Chávez y de Maduro cuando el primero comenzó a perder simpatías entre los sectores pobres, promovió la boli-burguesía, cohonestó al ejército venezolano para volverlo su guardia personal, acudió a la coerción e incluso llegó al fraude para ganar elecciones, conforme denuncias divulgadas ya desde los primeros años del siglo 21. Esta tendencia se incrementó y evidenció cuando Maduro heredó el cargo de su mentor. El sucesor, con mayor desparpajo que su maestro, demostró su ambición de poder, a pesar del creciente rechazo popular por su deficiente administración y por el dominio y represión a los que sometió a la población venezolana. En paralelo, los procesos electorales ganados con sospechas permitieron que los líderes del chavismo-madurismo fueran perfeccionando un diseño institucional que les preservara en el absolutismo. A medida que este propósito se apuntaló requirieron menos del fraude. Lograron la toma del poder, al estilo de los arcaicos socialismos del siglo 20 en la Europa del este y en otras latitudes. Cuba y los Castro les ayudaron mucho en este cometido. Y sacarlos del poder se fue volviendo tarea casi imposible. No solo porque los mecanismos institucionales vigentes los fueron atornillando al poder, sino porque las fuerzas opositoras se fueron debilitando y perdiendo representatividad entre una ciudadanía frustrada, temerosa y descreída. ¿Hasta cuándo permanecerán los jerarcas del chavismo-madurismo? Es difícil adivinarlo. Lo que sí observamos es que miles de venezolanos dejan su patria y se aventuran por los caminos de nuestra América.
La Nicaragua de Ortega siguió caminos parecidos. Desde 2006, y con apoyo de las mayores fortunas nicas, Ortega se instaló en el mando. A ello le ayudó el apoyo petrolero de Venezuela, que le permitió mantener cierta popularidad entre los grupos humanos más empobrecidos, con lo cual consolidó su poder y su riqueza personal. De la mano de su esposa, a quien tituló como la “eternamente leal”, su gobierno se convirtió en un esperpento. A su gobierno de 2007 a 2012 le siguió una nueva presidencia entre 2012 y 2017, la cual fue ya cuestionada pues esta reelección estaba prohibida constitucionalmente. Pero a Ortega, como a todos sus colegas autócratas, aquello pareció un detalle sin importancia. Además, ya contaba con la adhesión de las cúpulas militares. Luego de su nueva elección en 2017, en la cual su esposa fue elegida vicepresidenta, la crisis y el descontento se destaparon en Nicaragua. Abril-mayo de 2018 marcaron el inicio de una protesta cuya represión ha ido escalando en horror desde entonces. La pérdida de apoyo popular llevó a que la legislatura, controlada por Ortega, prohibiera que en las elecciones de 2022 participe todo opositor. La ley fue sancionada en diciembre pasado y en virtud de ella ningún candidato que haya participado en protestas contra el antiguo guerrillero podrá intervenir. En los hechos, Nicaragua instauró una monarquía. ¿Algún día saldrán Ortega y su corte? Imposible conocerlo. La dinastía Ortega sigue los caminos de la familia Somoza. Sacarla del escenario implicará pobreza, muerte y dolor.
Realidades como las que viven Venezuela y Nicaragua son la aspiración de los amigos del correato. Reconquistar los terrenos institucionales perdidos, dicen ellos, volver al Ejército ecuatoriano en una milicia propia y, si fuera necesario, aliarse con los grupos económicos más poderosos, como ya aconteció entre 2007 y 2017.
Realidades como las que viven Venezuela y Nicaragua son la aspiración de los amigos del correato. Reconquistar los terrenos institucionales perdidos, dicen ellos, volver al Ejército ecuatoriano en una milicia propia y, si fuera necesario, aliarse con los grupos económicos más poderosos, como ya aconteció entre 2007 y 2017.
Indicio de ello son las alusiones de un candidato y de un aspirante a serlo, así como las recientes recomendaciones del ex presidente Abdalá Bucaram quien pidió votos para el candidato del correísmo, no para el de su partido. Cuando triunfó en las elecciones, Bucaram también se rodeó de magnates. Álvaro Noboa, del Banco del Litoral; David Goldbaum, del Banco Territorial, y Roberto Isaías, de Filanbanco le asesoraron en su plan económico. Una vez en el gobierno, entregó a Noboa la presidencia de la Junta Monetaria; a Roberto Goldbaum, hermano de David Goldbaum, designó como presidente de la Corporación Financiera, y a Roberto Isaías, como su asesor.
No es sorprendente, por tanto, que Bucaram haya evidenciado su apoyo al candidato del correísmo. Ni que el candidato Isidro Romero y Álvaro Noboa sean percibidos como otros promotores del correísmo. Los populistas y los millonarios suelen aliarse. Al final lo que les importa es que sus intereses, por más particulares que sean, se ubiquen en primer plano.
Para la ciudadanía democrática ahora también es la oportunidad para votar en favor de la alternancia, valor primordial de toda democracia. La alternancia significa que el pueblo, el soberano, elige a quien quiere para la presidencia o para una representación política. Sin alternancia el soberano pierde ese poder. Y de el se apodera quien decide de antemano y sin contar con el pueblo las sucesiones. Si no advertimos este riesgo será muy difícil que podamos conservar la libertad de sufragio, otro puntal de la democracia. La perderemos como en Venezuela. Como en Nicaragua. Y como en tantas otras dictaduras.
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