
Master en Desarrollo Local. Director de la Fundación Donum, Cuenca. Exdirigente de Alfaro Vive Carajo.
En la final de la Copa Libertadores de 2008, la mitad del estadio Maracaná estaba ocupada por hinchas del Flamengo que apoyaban a la Liga de Quito en contra de su eterno rival, el Fluminense. Una vez concluido el partido, esos mismos hinchas se quedaron a aplaudir al equipo ecuatoriano en la ceremonia de premiación. A nadie en el Brasil se le habría ocurrido acusar a la hinchada de Flamengo de traición a la patria, ni de atentar contra los sagrados intereses nacionales.
Un comportamiento similar sería imposible en nuestro país, so pena de terminar en el paredón del escarnio público. Por más ojeriza que se le tenga, acá toca apoyar a cualquier equipo nacional que participe en un torneo internacional.
Ese convencionalismo parroquiano termina reproduciéndose en el campo de la política. Cada que se inaugura un nuevo gobierno hay que plegar a los buenos deseos generales. Oponerse de entrada a la nueva administración puede interpretarse como un saboteo irresponsable o una demolición institucional.
En democracias sólidas, la noción de oposición está consagrada incluso en las normas institucionales. En Inglaterra, por ejemplo, el gabinete a la sombra, conformado por el partido que pierde las elecciones, plantea desde un primer momento su objeción a las políticas del gobierno. La función es por demás obvia: si en la disputa por el poder existen posiciones contrapuestas, es un deber oponerse cuando se las va a poner en práctica. Para eso, cada partido tiene un programa de gobierno, representa a un electorado y defiende intereses concretos de ciertos sectores sociales.
El principal problema del convencionalismo parroquiano es que promueve una cultura del disimulo paralizante. Las distintas tiendas políticas tienen que hacer buena letra para evitar la condena general. Solo esperan a que los escenarios se compliquen para desatar toda su artillería.
El principal problema del convencionalismo parroquiano es que promueve una cultura del disimulo paralizante. Las distintas tiendas políticas tienen que hacer buena letra para evitar la condena general. Solo esperan a que los escenarios se compliquen para desatar toda su artillería.
En esas condiciones, la premisa de que el éxito del nuevo gobierno entraña el éxito del país es un sofisma. Si no lo fuera, entonces no existirían partidos políticos. Todos remaríamos en la misma dirección. No obstante, la realidad es muy distinta. En la práctica, el éxito de un gobierno implica el éxito de una visión, de una propuesta y de una estrategia muy particulares. No es lo mismo el éxito de los grandes grupos monopólicos que el de los sectores marginales. Ambas aspiraciones suponen remar en direcciones distintas. Así es la democracia.
Desde un chauvinismo elemental que provoca comezón, los corifeos de Guillermo Lasso están empeñados en venderle a la gente la idea de un proyecto de gobierno en común. Pero el llamado a encontrarnos todavía no define ni dónde ni para qué nos vamos a encontrar. Es una entelequia. Y aunque ellos tienen la iniciativa (a fin de cuenta son los ganadores de la contienda electoral), no pueden pretender gobernar el país sin admitir las profundas diferencias que nos atraviesan. Y esas diferencias justifican las posturas críticas desde ahora.
Los movimientos sociales y la izquierda tendrán que moverse entre la exigencia y el cuestionamiento. Sobre todo, lo segundo, porque la derecha nunca ha ocultado cuáles son sus perspectivas desde el poder. Hay políticas cuyos impactos no necesitan hornearse para conocer su forma definitiva. Por ejemplo, la flexibilización laboral, la apertura indiscriminada a la inversión extranjera y al libre comercio, o las exenciones tributarias… solo por citar las más obvias.
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