Profesor de FLACSO. Ha sido Director de la Sede Ecuador y Secretario General para América Latina de esa organización. Ex Secretario Nacional de Educación Superior. Investigador en temas de política y relaciones internacionales
El año electoral latinoamericano va a confirmar la fragmentación que caracteriza a la región a finales de la segunda década de siglo XXI. Los proyectos de diálogo político multilateral están muy erosionados, es el caso de CELAC y UNASUR, los sistemas de integración comercial tradicionales estancados o en deterioro como la CAN y MERCOSUR; y, aquellas iniciativas que, desde la disputa al llamado progresismo, intentaron reemplazar a los antiguos regímenes no terminan de despegar, como es la situación de PROSUR, o de consolidarse y ampliarse, que es lo que ocurre con la Alianza del Pacífico; su futuro más bien no parece promisorio dado el escenario político contemporáneo de América Latina y el Caribe.
El progresismo latinoamericano es distinto al de los primeros años del siglo XXI básicamente porque enfrenta escenarios muy diferentes, caracterizados por la escasez de recursos. Sus líderes son otros ahora, los procesos políticos transformaron su discurso, el mismo que por supuesto no deja de estar informado por visiones ideológicas, pero que tiene que acomodarse a la crisis. Igualmente, el neo conservadurismo latinoamericano no puede reivindicar, en ningún país, un desempeño económico superior al resto de la región. La confrontación de visiones absolutas sobre recetas de desarrollo puede ser falaz. El hecho cierto es que no hay en futuro inmediato nada que permita avizorar un nuevo reencuentro o un proyecto común legítimo y aceptado por todos los gobiernos de diálogo político o de integración, a menos que cambie la comprensión de la disputa entre visiones internacionales.
Los detonantes de la fragmentación
Las divisiones de América Latina son múltiples. Una de ellas, la más visible, es la polarización ideológica de las fuerzas políticas domésticas que luego se expresa en la política exterior, e informa, por ejemplo, las agendas de izquierdas y derechas sobre temas como la crisis venezolana o la relación con los Estados Unidos; otra, la que tiene que ver con las afinidades y necesidades determinadas por la posición geográfica, la cercanía de Centro América con los Estados Unidos y la de Sudamérica con presencias extra hemisféricas evidencian esto; y al menos otra más, que es la que se manifiesta como consecuencia de las opciones que las sociedades nacionales escogieron para articularse a la globalización: la políticas de protección o apertura en comercio y los modelos de desarrollo adoptados ilustran esta división.
Estas contradicciones pusieron a prueba y tensionaron los mecanismos de asociación imaginados en la década pasada. América Latina no pudo construir un sistema común de articulación política porque la capacidad de sus miembros para el consenso siempre fue limitada, y porque las crisis que tuvo que enfrentar la región fueron más intensas que sus posibilidades de resolverlas. Dos detonantes provocaron la fragmentación y ruptura de esta década. En primer lugar la crisis social general de Venezuela; y luego, la contracción de las economías resultado del fin del boom de los bienes primarios.
América Latina no pudo construir un sistema común de articulación política porque la capacidad de sus miembros para el consenso siempre fue limitada, y porque las crisis que tuvo que enfrentar la región fueron más intensas que sus posibilidades de resolverlas.
Venezuela fue la piedra de toque de los debates multilaterales que interpelaron la idea de democracia pero que también disparó fenómenos impensables en la década pasada como el estallido de los mecanismos multilaterales y la hostilidad retórica entre sus gobiernos. A diferencia de lo que ocurrió con Hugo Chávez, que salvo con Uribe, siempre mantuvo relaciones cordiales -sino cálidas- con todos los mandatarios de la región independientemente de sus posiciones, sus sucesores construyeron y enfrentaron un ambiente de confrontación en varios escenarios. La áspera disputa con la oposición interna, y la afectación a los espacios de representación y participación política, no pudo ser mediada por ningún actor internacional. UNASUR fue la víctima más importante de este conflicto. El alineamiento de los países respecto a Caracas destrozó la frágil institucionalidad levantada sobre consensos que en la práctica implicaban unanimidad. Al final, ante la imposibilidad de reunir a la organización sin que el tema de Venezuela interfiera en la agenda, la entidad se fue apagando; no pudo elegir un Secretario(a), y sus miembros se alejaron o abandonaron el proyecto. El conflicto venezolano puso en evidencia la debilidad del multilateralismo sudamericano y la falta de mecanismos institucionales que permitan producir una voluntad mayoritaria con capacidad de hacer cumplir resoluciones.
Polarización y proyecto común
La crisis de las economías industrializadas impactó en la demanda global de productos latinoamericanos y puso a la luz, en la región, que los mecanismos políticos diseñados para el diálogo entre países no son suficientes para integrarlos. Los gobiernos no avanzaron jamás en lógicas de integración comercial, o de integración a secas. Integrarse supone como condición básica la aceptación de supranacionalidad, es decir de que los organismos internacionales reciban la capacidad de resolver sobre temas que sus miembros acatan obligatoriamente. Desafortunadamente ni CELAC ni UNASUR tuvieron esas atribuciones. Pero si en lo político dichas entidades no eran fuertes, en lo económico simplemente no tuvieron ningún papel.
La integración latinoamericana no se jugó en esos escenarios. Atribuir su desarrollo o estancamiento a la voluntad política de un u otra corriente ideológica es una explicación insuficiente. Los países no cedieron soberanía a organismos supra nacionales porque su inserción en la globalización supuso competir con los vecinos con exportaciones similares pero con modelos de desarrollo distintos en una región heterogénea en donde primaron intereses nacionales perfilados por élites políticas (de izquierda y de derecha) que se subordinaron a necesidades inmediatas de inversión y de divisas. Nadie propuso jamás seriamente la construcción de un mercado común aunque sea éste levemente regulado; nadie jamás aceptó la posibilidad de que los organismos regionales nuevos puedan incidir en su política interna. Y esas, precisamente, son condiciones de la integración.
Los resultados elecciones del año 2019 no marcan un nuevo ciclo político, sino la continuidad del que tenemos caracterizado por la dispersión. Las posibilidades de reproducir el pasado reciente son tan remotas como las de que un plátano maduro vuelva a verde porque el tiempo que se va no vuelve. Pensar en nuevas opciones que pasan por el reconocimiento a nivel internacional del otro ideológico como distinto y no como amenaza, y por la capacidad que los gobiernos de la región tengan de convivir, aceptar y regular la diversidad política y estructural que le caracteriza.
El año 2019 termina con el comercio en franca desaceleración y cruzado por tensiones inéditas. El crecimiento del conjunto de América Latina y el Caribe, no es sólo mediocre, es malo comparado con otras regiones del mundo. Los resultados en equidad e inclusión son desesperanzadores. Más allá de los posicionamientos y valores ideológicos, legítimos, razonables, inevitables de los gobernantes y de las fuerzas políticas y sociales que los sustentan, hay una necesidad que todos visualizan y es la de reconstruir la idea de región. Ello será muy difícil si persiste la polarización.
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