
Profesora universitaria, investigadora y periodista, con un doctorado por la Universidad Nacional del Cuyo, de Argentina.
A pesar de los contextos socio-históricos, políticos y tecnológicos diferentes considero que los antepasados del actual sistema que ejecuta las directrices del Estado de propaganda surgieron en la dictadura militar presidida por el general Guillermo Rodríguez Lara.
Obviamente, no todo es comparable, pero hay aspectos relevantes que sí lo son.
Hasta antes de la dictadura de 1972, los gobiernos ecuatorianos habían mantenido por costumbre una sala de prensa. Una oficina más bien modesta, más cercana al perfil de las relaciones públicas que al del periodismo, por cierto. Su única cercanía con la prensa era la de redactar y difundir los llamados boletines de prensa. Y aunque los gobiernos reconocían la importancia de tales funciones, ellas no tenían aún la valoración que décadas después alcanzaron, cuando adquirieron responsabilidades más en armonía con la mercadotecnia y con el consumo. En todo caso, aquello de salas de prensa me parece un rótulo al menos ambiguo, sino equivocado.
En su columna publicada en diciembre de 1975 en el extinto diario El Tiempo de Quito, el articulista Claudio Mena escribía que el ex presidente Velasco Ibarra sostenía la necesidad de todo gobernante de contar con un buen ministro de Gobierno, otro de Defensa y un buen servicio de prensa. Seguramente, se puede inferir, para que este último pudiera responder a las críticas, a los cuestionamientos o a los descubrimientos que los medios de prensa divulgaban en sus páginas informativas y de opinión.
El primer jefe de la Sala de Prensa de la dictadura en mención fue un coronel, quien había actuado al mando de las relaciones públicas en la Comandancia General del Ejército. El dato muestra la vocación de las llamadas oficinas de prensa: siempre dispuestas a supeditar el periodismo a las relaciones públicas; la información a la publicidad mercantil.
Aquella primera sala de prensa fue el antecedente de la creación de la Secretaría Nacional de Información Pública (SENDIP), en diciembre de 1972. El propósito de esta nueva dependencia era el de centralizar la información producida en las oficinas del sector público. En los hechos actuó también como un organismo regulador, incluso con estrategias de censura y de propaganda.
El perfil censor de la SENDIP se fue profundizando a medida que la dictadura perdía adhesión popular, se extendía y endurecía su política de represión y las críticas se volvían más mordaces y frontales.
Una de sus tácticas predilectas era la de emprender en lo que los analistas de la época denominaban la “guerra de remitidos”. Esta consistía en ordenar y/o solicitar en los diarios la publicación de textos, comunicados, opiniones, fotografías que o alababan a los militares en el poder, o cuestionaban y denunciaban fallas de los opositores. Esas reproducciones, en muchos de los casos apócrifas, llevaban a veces la firma de responsabilidad de la SENDIP, otras no.
Eran años en los que el desarrollo tecnológico no ofrecía más posibilidades. Sino... Eran tiempos en los que el Gobierno apenas disponía de una emisora radial. Sino... Eran épocas en las cuales todavía no se habían popularizado las cadenas dirigidas a discreción, ex profeso, ni pululaban las asesorías para el “monitoreo de medios”. Tampoco se habían inventado los trolls, ni existían esos espacios para denigrar cada sábado a los “opinadores”, a los tuiteros, o a quien se atreva a expresar algo que disguste a la máxima autoridad. Eran los 70, no el siglo XXI.
El diplomático y defensor de los derechos humanos Julio Prado Vallejo en una columna publicada en El Tiempo, en diciembre de 1975, criticaba lo que llamaba las “pillerías de la SENDIP”. En su opinión, la práctica de propagar textos dirigidos a ofender y a desacreditar a quienes el régimen percibía como opositores, había convertido a la SENDIP “en un instrumento de agravio” no de divulgación ni de información de la obra del Gobierno. Lo cual era cuestionable, más aún cuando tal actividad se la ejecutaba con recursos públicos en el orden de lo logístico, de lo económico y del personal requerido.
La SENDIP de mediados de la década de 1970, conforme la descripción de Claudio Mena, era una “hipertrofia” de una oficina de prensa y había devenido en un sistema creado para manejar a los medios de comunicación, a los cuales consideraba sus enemigos. Toda medida era plausible para el “sistema SENDIP”: desde la “intimidación” hasta la afectación económica y el contrataque.
De la SENDIP al sistema SECOM hay enormes distancias, también cercanías en cuanto a excesos y a su enormidad. La información fue y es la gran damnificada. La propaganda, la gran favorecida. ¿Y los ciudadanos y su derecho a mantenerse informados?
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