
Estos son los elementos:
Una consola blanca. Sobre ella, un árbol rojo de madera de veinte centímetros de alto, coronado por una estrella anaranjada. De sus ramas cuelgan unos adornos mínimos, entre los que destacan un ángel calvo, una media para poner regalos, una manzana roja y un oso narizón.
Al lado del árbol, como si lo custodiaran, hay dos renos de pie. Es un decir, porque estos renos no tienen patas, se sostienen en su busto. Son, de hecho, un busto, más imponente que el de Bolívar o Napoleón. Sobre sus cabezas, destacan unos cuernos en forma de ramaje. Y una bufanda roja anudada al cuello los protege del frío invernal de los países del norte, de donde seguramente provienen.
Son anchos pero exhiben una boca diminuta, como contraída para dar un beso. Anchos, erguidos, serenos, parecen obispos que llevaran la faja en el cuello.
Fuerza, confianza y serenidad proyectan. Y poseen el aire de haber conocido todo y comprendido todo. Quien se acerca y los contempla por un segundo debe tener la misma impresión que recibe un niño chico cuando observa a su padre desde abajo: tan fuerte, tan sólido, tan grande.
Aunque están hechos de blanca cerámica, los renos tienen el aspecto de las criaturas de sangre caliente. Yo quisiera acercarme a ellos y abrazarles y que el fuerte brazo derecho que no tienen me acaricie suavemente el pelo.
Afuera, en el pasillo del condominio se encuentra el nacimiento con su Niño Jesús, su José, su María y sus reyes magos. El pesebre se levanta en un terreno montañoso de suelo pardo y verde y ahí pastan, descansan, beben, nadan todos los animales de la granja.
Fuerza, confianza y serenidad proyectan. Y poseen el aire de haber conocido todo y comprendido todo. Quien se acerca y los contempla por un segundo debe tener la misma impresión que recibe un niño chico cuando observa a su padre desde abajo: tan fuerte, tan sólido, tan grande
Hay, en la composición del cuadro, ciertos problemas de escala. Las gallinas tienen el mismo tamaño de las vacas y los conejos son tan grandes como las ovejas.
“¿Qué te parece?”, me pregunta ella. “Está muy bonito”, le respondo. “Pero, por seguridad, pon las gallinas lejos de la choza donde duerme el Niño”.
No es un chiste. Como todos conocen por los periódicos pasan cosas terribles en el mundo, y cuando el hambre apremia y los gusanos faltan, las gallinas gigantes, esos dinosaurios del pesebre, pueden cometer cualquier salvajada. Junten nada más esto: frío, nieve, hambre.
Impulsado por mi recién adquirida conciencia del peligro vuelvo a la sala. Miro a los renos a los ojos y ellos entienden. En mi imaginación los tomo, cuidadoso, del costado, los llevo al nacimiento del pasillo y les coloco de guardianes de la choza sagrada. Con ellos ahí, las gallinas se lo pensarán dos veces antes de meter el pico donde no les conviene.
Los renos me miran desde su lugar junto al árbol que domina la consola de la sala. Mi hijo tiene prisa, sus amigos lo esperan para una partida de “Lol”: un videojuego consistente en matar o morir. A causa del frío nocturno, doce grados centígrados en el interior de la casa, se ha puesto su poncho de lana de borrego. Ni bien termina de comer deja los platos en el lavadero de la cocina y se dirige, presuroso, a su silla en la cabecera del comedor. Nuestro departamento es chico, así que la consola de la sala queda cerca de la mesa del comedor. Mala suerte, entonces, desastre, confusión cuando el borde del poncho se enreda en la cornamenta de uno de los renos y lo tira al suelo. “Aaaay”, grita el hijo, al comprobar que el reno yace con su majestad herida en el piso.
Sintiéndose culpable, lo levanta con el cuidado que exigen las cosas rotas y lo coloca suavecito en la consola. Da pena verlo ahí, mostrando la incongruencia de sus defensas mochas y su imagen de obispo. Da pena y pudor verlo intentando adoptar un papel que ya no le corresponde, ahora que, más que un reno, parece un perro. Un perro manso.
“Hay que comprar uno nuevo”, dice, práctica, mi esposa. Y yo, que más valoro la amistad, “vamos a pegarle con la Brujita”, le respondo.
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