
Master en Desarrollo Local. Director de la Fundación Donum, Cuenca. Exdirigente de Alfaro Vive Carajo.
Censurar a la ministra Romo por unas bombas lacrimógenas caducadas equivale a condenar a un sicario por pasarse el semáforo en rojo. En efecto, existen causas que justificaban con mayor coherencia su destitución.
Empecemos por la más grave: su responsabilidad en la aprobación del decreto 883, que fue, al final, el detonante del estallido social de octubre del año pasado. En una democracia formal, se supone que el ministro encargado de la política tiene la obligación de sopesar las medidas de cualquier índole que tome el gobierno. No se necesitaba de mayor lucidez para saber que un alza de los combustibles provocaría un levantamiento popular. Es más, con solo pasar revista a la historia de las últimas décadas las autoridades podían prever las consecuencias.
A la torpeza de la decisión inicial hay que sumar el empecinamiento con el que persistieron en la medida una vez que las calles se incendiaban. A los pocos días de iniciadas las protestas, era obvio que el conflicto escalaba sin control. No obstante, la exministra insistía en la irreversibilidad de las medidas, a pesar de los muertos y heridos que se multiplicaban como efecto de los enfrentamientos.
¿Por qué la Asamblea Nacional no insistió en estas circunstancias y prefirió el atajo de las bombas caducadas? Simple: porque desde la visión de las élites políticas no se puede admitir el sentido de justicia que subyacía a las movilizaciones. Las tesis del intento de golpe de Estado, o de la supuesta insurrección popular, han servido de parapeto para ocultar la insensibilidad y la prepotencia de los grupos de poder, que quisieron imponer un decreto a la medida de sus intereses.
De espaldas a las legítimas demandas de los movimientos sociales, que exigieron la renuncia de la exministra Romo desde los días del paro de octubre, los asambleístas optaron por evadir su responsabilidad como representantes del pueblo y prefirieron los arreglos subrepticios.
Y la Asamblea Nacional, como era obvio, terminó haciéndose eco de este discurso. La vieja práctica del cálculo mezquino y excluyente terminó primando en sus acuerdos internos. De espaldas a las legítimas demandas de los movimientos sociales, que exigieron la renuncia de la exministra Romo desde los días del paro de octubre, los asambleístas optaron por evadir su responsabilidad como representantes del pueblo y prefirieron los arreglos subrepticios.
Hay, sin embargo, un escenario aún más vergonzoso: el del reparto de los hospitales. Efectivamente, las denuncias sobre la responsabilidad política del gobierno en estas anomalías (que no solo incluyen hospitales, sino otras dependencias del Ejecutivo) exigían respuestas más contundentes desde la función fiscalizadora de la Asamblea Nacional. Una eventual destitución de la exministra de Gobierno por esta causal habría implicado un mensaje alentador respecto de la lucha contra la corrupción.
Pero esa decisión exigía lavar en público los trapos sucios del ente legislativo, potenciar su descrédito, evidenciar que su lucha contra la corrupción termina convertida en una consigna vacía. Evadir el problema resultó más rentable que destapar la podredumbre de las negociaciones políticas.
Pésimo síntoma para un organismo que tiene que tramitar la Ley de Extinción de Dominio.
[PANAL DE IDEAS]
[RELA CIONA DAS]


NUBE DE ETIQUETAS
[CO MEN TA RIOS]
[LEA TAM BIÉN]




[MÁS LEÍ DAS]


