
Su único delito fue adherirse a las protestas nacionales de octubre del año pasado. No rompió vidrios. No incendió la Contraloría. Tampoco secuestró policías en la Casa de Cultura y los amenazó con ejecutarlos. Nada de eso. Claro que salió a protestar y colaboró en la colocación de piedras en una vía de Molleturo.
En Molleturo, Azuay, no hay ni vidrios que romper, ni policías a los que intimidar o amenazar o herir. En esa carretera, simplemente, la protesta consiste en colocar piedras para que se detenga la circulación que va a Cuenca o a la Costa.
En esa vía no hay estudiantes, ni universitarios ni infiltrados. Solo campesinos que viven de lo que da la naturaleza y la pequeña agricultura. Allí se vive al día con las esperanzas que surgen del cultivo de las pequeñas chacras.
En Molleturo solo existen el frío y la pobreza. Allí ni siquiera llueven las promesas de redención de los políticos. Porque allí simplemente no existe redención posible. Lugares olvidados del diablo y del dios. Por ende, también de los políticos y sus falsas promesas de redención. Los políticos conocen bien los lugares en los que pueden sembrar a granel el grano de sus engaños. Por ende, no lo desperdician en las humildes chacras de los campesinos.
En aquellos días, Juan (nombre periodístico) se unió a las protestas nacionales. Y seguramente con otros, colocó piedras en la vía. ¿Qué más pueden hacer? Ni siquiera se les pasa por la cabeza la idea de secuestrar policías y de amenazarlos con ejecutarlos si el Gobierno no atiende sus demandas.
En aquellos días, Juan (nombre periodístico) se unió a las protestas nacionales. Y seguramente con otros, colocó piedras en la vía. ¿Qué más pueden hacer? Ni siquiera se les pasa por la cabeza la idea de secuestrar policías y de amenazarlos con ejecutarlos si el Gobierno no atiende sus demandas.
¿Demandas? ¿Cuáles demandas que no tengan que ver con el milagro de dejar de ser crónicamente pobres? Para ellos, su pobreza no pertenece a las estadísticas nacionales de los ministerios de Salud, de Economía, de Educación, de Inclusión Social. Sencillamente, su pobreza no es un dato en las estadísticas: es vida, su historia y su futuro. Es su hambre y su enfermedad, su atávica desnutrición y la carencia casi absoluta de cualquier esperanza. A la entrada de esos páramos del Azuay está escrito, desde hace cientos de años: Los que entráis aquí, abandonad toda esperanza.
Pobre y, como si fuese poco, analfabeto. Por eso lo detuvieron y le mandaron a la cárcel de Guayaquil a que se pudra, de una vez por todas. Los pobres han sido, desde que hay historia, carne de cañón de las violencias de los que ostentan poder. Suponiendo que hubiese cometido algún delito por el que merecía ser detenido, debía haber ido a la cárcel de Cuenca.
Pero no, lo llevaron a la cárcel de Guayaquil porque allí es más eficaz el oprobio y más grandes los riesgos. Tenían razón. De hecho, finalmente ya lo asesinaron en el último enfrentamiento entre las bandas de narcotraficantes y asesinos que fueron a habitar esa prisión.
Allí el campesino analfabeto que no robó, que no asesinó. Que solo colocó piedras el camino un octubre en el que se expresaban enojos y reclamos. Un octubre en el que no pocos indígenas servían de parapeto para que otros amenacen con tomarse el poder. Allí ese campesino fue vilmente asesinado por los narcotraficantes apropiados del bien y del mal.
¿Cómo ha respondido el Gobierno central al crimen? Como lo hacen ante una muerta que no significa gran cosa en la geografía de las ignominias sociales y en especial de las prácticas políticas.
¿Quién responderá por la muerte de ese campesino vilmente asesinado y que fuera injustamente encarcelado?
Sencillamente nadie. Porque ninguna autoridad va a perder el tiempo por esta muerte insignificante frente a los múltiples y complejos problemas que hacen a las cárceles y al país. Estas muertes no quitan el sueño a nadie. Tan solo pertenecen a los perversos anecdotarios del poder. Es como la espuma en una ola. Resulta, pues, inútil crear memoria de lo insignificante.
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