Cuando pequeños, nos narraban la heroica historia de un cardenal del otro lado del mundo que vivía refugiado en la embajada de Estados Unidos. Entonces creíamos que una embajada era una oficina grande y que allí estaba refugiado ese obispo perseguido por los diabólicos comunistas. Esa parte del mundo que en ese imaginario estaba formada por Rusia, la gran rival, no solo de los Estados Unidos, sino del mundo libre y bueno.
En medio de esa geopolítica elemental, sonaba el nombre de un personaje signado por la heroicidad: representaba el símbolo de la persecución de los malos a los buenos e inocentes. Se trataba de Mindszenty, convertido en el héroe de la verdad y la libertad.
La URSS era el mal que perseguía a todos los buenos y libres del mundo. Ese cardenal representaba el bien, la libertad y la justicia. Un modelo del que nos hablaban los profesores para quienes el mundo se dividía en dos mitades irreconciliables: la de los buenos de Occidente, representados por los USA y los malos y demoníacos comunistas de la URSS.
Tampoco sabíamos bien por qué, asilado en una embajada, una casa cualquiera, ese cardenal estaba a salvo de sus enemigos. Tampoco entendíamos qué significaba ser perseguido político. En ese entonces, nuestros únicos enemigos eran los peruanos.
Tiempos heroicos de un pequeño y pobre país encapsulado en sí mismo y gobernado por el velasquismo, ese grupo económico que supo aprovecharse bien de las precarias condiciones de los pueblos de la sierra y de la costa.
Hoy las embajadas ya no son ese espacio mítico sino la casa de un país que ya no está en las nubes pues pertenece a la misma comunidad en la que vivimos, la comunidad de los países unidos por múltiples lazos. Todos habitamos el mismo planeta y estamos unidos como nunca antes. Nos une una especial hermandad que se ha construido desde la paz, la equidad y el respeto a las diferencias.
No todos los que solicitan protección son necesariamente ni perseguidos políticos ni inocentes. Hay quienes han intentado golpes de Estado: un grave delito no solo político, también social.
La embajada es la casa de ese otro país amigo que habita, simbólicamente y todo entero en el nuestro, con sus propios derechos. Por eso cuando ingresa a una embajada y es aceptado su pedido de refugio, ya no está en su país. Entonces todos, incluidos corruptos y ladrones podrían tener su conciencia limpia. Y porque quizás todavía se recuerde al infeliz Mindszenty que para sus perseguidores era un villano y para los otros un héroe. ¿Quién posee la verdad? Cuando los gobiernos y Estados se lavan las manos, todos quedan en paz.
Con ese recurso, no pocos personajes de nuestra política acusados de delitos han acudido a ciertas embajadas en pos de asilo diplomático. Aceptada su petición, viajan al país de refugio con las manos limpias y sus corazones ardientes. ¿Será que el país que acoge no revisa a profundidad el curriculum del solicitante y las razones por las que la justicia lo persigue? Las relaciones internacionales no siempre son translúcidas ni justas. En vedad, en política, nada es claro como la luz del día.
Desde luego, que corresponde al gobierno de la embajada analizar la legitimidad o no de la solicitud de asilo. No todos los que solicitan protección son necesariamente ni perseguidos políticos ni inocentes. Hay quienes han intentado golpes de Estado: un grave delito no solo político, también social.
En los últimos tiempos, se han producido en el país serios intentos de desestabilización social y política. Conocidos agitadores no poseen otro interés que provocar un caos social y dar al traste con el orden jurídico y político. Buscan, si no el derrocamiento del gobierno estatuido, sí su debilitamiento y su fracaso. Como consideran que el país anda mal, se han convencido de la necesidad del advenimiento de un seudo redentor revolucionario. De hecho, estos grupos actúan bajo las órdenes del redentor que, sabia e hipócritamente, permanece tras bastidores moviendo los hilos de sus adeptos que conocen bien cuáles serían sus ventajas personales en ese nuevo orden.
No son los estudiantes que salen a la calle y lanzan a todo pulmón diatribas en contra del gobierno y que incluso exigen su renuncia. No son los que piden cambios sociales. Son los que buscan corroer el sistema político y democrático. Los que hacen de las de protestas campos de batalla con armas de grueso calibre y más, como en octubre último. Como son enemigos de la democracia, buscan apoderarse del poder para construir un sistema jurídico y político que los favorezca enteramente, sin tiempo ni medida.
¿Qué la nuestra no es la mejor de las formas democráticas? Por supuesto que no lo es. La democracia requiere una permanente vigilancia política e ideológica. Algo que, por desgracia, no se da ni remotamente en el actual régimen. Ensimismado en sus propias flaquezas, el actual régimen tan solo mira un presente efímero y un futuro que llega apenas al término de su mandato.
Estas debilidades crean espacios reales para que surjan los extremistas que, se sabe, serán peores que un mediocre período presidencial. Porque no buscan el bien del país, sino el poder por el poder mismo. Todos ellos poseen alma de dictador y espíritu de tirano. Con un nuevo dictador como Correa, no habrá embajada que acoja a todo el país.
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