
Coordinador del programa de Investigación, Orden, Conflicto y Violencia de la Universidad Central del Ecuador.
Para construir un relato potente nada mejor que imágenes impactantes; así funciona esta civilización del espectáculo y el morbo. El mejor catalizador político son las emociones y manipularlas, el objetivo primordial del poder. Por eso una clave interpretativa de nuestro tiempo es lo que Dominique Moïsi denominó: geopolítica de las emociones. Infundir asco, miedo, alegría, tristeza o enfado se ha convertido en una sofisticada tecnología del poder, y quien sabe emplearla logra réditos políticos insospechados.
Algo de esto ha ocurrido en torno a Julián Assange y su reciente expulsión de la Embajada ecuatoriana en Londres. El realineamiento de política exterior del Gobierno ecuatoriano tiene un correlato emocional indiscutible. Saber distinguirlo es necesario para explicar lo que ocurre. Hay que evitar ser rehenes de las emociones que trazan las coordenadas de la geopolítica contemporánea, si se quiere conocer sus entretelones.
Assange el «audaz hacker», el «valeroso periodista», el «miserable mercenario», el «abusivo residente» de la Embajada en Londres. Según el calificativo que se use se evocan ciertas emociones desde las que se construyen los relatos políticos y jurídicos. Atizar estas emociones es connatural a la sociedad hiperpersonalizada de las redes sociales y la realidad virtual. Pero también hay quienes lo hacen de forma deliberada para despistar a la mayoría intoxicada por emociones prefabricadas. Basta con poner a andar una imagen, trucada o fidedigna, para que la emoción fluya creando una cortina de humo que impide ver el mundo real.
Un axioma válido para evitar el extravío es preguntarse cui bono o ¿quién se beneficia? Así es posible distinguir la paja del grano y formular hipótesis que nos conduzcan hacia los responsables o beneficiarios de una decisión política. Con la expulsión de Assange el primer beneficiado es el gobierno de Lenin Moreno. Casa adentro, porque la noticia ha copado la agenda mediática y desplazado a los escándalos de corrupción propios y ajenos: Ina-papers, la captura de Ramiro González en Lima, los problemas en la gestión del proceso electoral por parte del CNE, entre otros. Puertas afuera, porque envía una señal inequívoca a quienes busca como interlocutores, principalmente en Washington.
Este es apenas un efecto del coletazo global que causó la noticia. No era para menos, Assange y Wikileaks son indisociables en términos emocionales, aunque en la práctica son diferentes. Pero las emociones son volubles y sus referentes maleables. Cuando Rafael Correa le otorgó el asilo a Assange, en 2012, éste era el símbolo de la libertad de información que había desafiado al poder. Queriéndolo o no, Correa lo utilizó para barnizar la imagen de su gobierno hacia fuera, mientras puertas adentro hostigaba al periodismo que desnudaba sus falencias y mostraba sus carencias.
Durante su asilo Assange no podía simbolizar lo mismo. Con el paso del tiempo se convirtió en un distractor emocional para engolosinar al público. Mientras los ojos se posaban sobre él, las agencias de espionaje y ciberseguridad de las principales potencias del mundo hacían de las suyas, como hasta ahora.
Meses atrás escribí que «ya en diciembre de 2016 el diario The Washington Post publicó una noticia que resultó ser totalmente falsa, afirmando que hackers rusos habían pirateado el sistema eléctrico de EE.UU. y manipulado resultados electorales. Por esos mismos días, el prestigioso medio británico The Guardian incurrió en un acto similar, al publicar un informe de Ben Jacobs, que se volvió viral, en el que se afirmaba que Wikileaks tiene una larga relación con el Kremlin. El informe resultó falso y el medio debió retractarse. En junio de 2017, CNN tuvo que retractarse y pedir disculpas públicas por una historia que vinculaba a un aliado de Trump, Anthony Scaramucci, con un fondo de inversión ruso bajo investigación del Congreso. Tres periodistas tuvieron que renunciar por ese motivo. Casos como estos hay muchos, pero todos replican una matriz discursiva común sustentada en la `rusofobia´ y el supuesto vínculo del Kremlin con Assange.
En los últimos años de asilo, Assange se convirtió –o lo convirtieron– en símbolo de la conspiración política a sueldo. Las emociones que evocaba su presencia en la embajada fueron cada vez más contradictorias y hostiles.
En los últimos años de asilo, Assange se convirtió –o lo convirtieron– en símbolo de la conspiración política a sueldo. Las emociones que evocaba su presencia en la embajada fueron cada vez más contradictorias y hostiles. Entonces el cambio de preferencias en la política exterior ecuatoriana allanó, de a poco, el camino para su expulsión. Es difícil saber cuándo y cómo se decidió el retiro de su asilo. Pero las últimas acciones de Wikileaks y los abogados de Assange fueron un intento desesperado por elevar los costos emocionales ante la opinión pública internacional, sabiendo que su expulsión era inminente.
Una decisión de esa magnitud tiene un beneficiario mayor: el presidente Trump. No tanto por la pretendida extradición de Assange, que se torna improbable en el corto y mediano plazo si se considera la crisis del brexit que atraviesa Gran Bretaña. Sino porque la mera expectativa de extraditarlo jugará a favor del presidente Trump en su nuevo periplo electoral para su reelección. Ahí la geopolítica de las emociones se activa. El mejor gestor electoral en el Medio Oeste y el Sur de los ee.uu. es el miedo. Miedo a los migrantes, a los terroristas y a los periodistas que –según Trump– «manipulan la verdad a su antojo».
Pero Ecuador no está exento de esta geopolítica de las emociones. El retiro del asilo a Assange y la captura de Ola Bini en Quito anuncian un nuevo escenario. El asco ante la corrupción ahora puede combinarse con el miedo ante el espionaje cibernético y otras amenazas de nueva generación. Así el Gobierno, rehén de sus propias emociones, también entrará en la órbita de ciberseguridad que diseña el Comando Sur de los Estados Unidos.
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