
Master en Desarrollo Local. Director de la Fundación Donum, Cuenca. Exdirigente de Alfaro Vive Carajo.
No han pasado ni tres días del plebiscito chileno y los análisis de los resultados proliferan como hongos. Es obvio: los resultados fueron tan desconcertantes que dejaron pasmados hasta a los ganadores. Una diferencia de 40 puntos entre los votos a favor de una nueva constitución y el apruebo de la constitución redactada es difícil de procesar.
Entre las distintas explicaciones y conclusiones es posible encontrar elementos en común. El que se repite con más frecuencia hace alusión a dos desencuentros: el primero, entre la Convención Constitucional y el imaginario social; el segundo, entre las políticas del gobierno y las necesidades del pueblo. En otras palabras, entre las visiones y decisiones de las instituciones políticas y la realidad cotidiana de la gente.
El primer desencuentro refleja una contradicción de muy difícil resolución. Una constitución no es un pliego de ofertas, sino una formulación teórica sobre la organización del Estado, una condición difícil de digerir para una población que espera respuestas concretas e inmediatas a sus aspiraciones. Desde esta lógica, los fundamentos estratégicos del texto constitucional chileno resultaron demasiado complejos, abstractos y de largo plazo para la mayoría de los votantes. Inclusive, algunas propuestas muy avanzadas generaron reacciones de temor y desconfianza en los votantes.
La experiencia chilena sirve de referente para la intención del gobierno de convocar a una consulta popular. El problema del régimen no se deriva únicamente de su ínfima aceptación ciudadana, sino de su desconexión con las realidades concretas de los sectores populares.
El segundo desencuentro es aún más complicado. Según los analistas consultados, la ineficiencia de las políticas del gobierno para satisfacer las demandas populares provocó el rechazo en las urnas. La ausencia de políticas clientelares inmediatistas, que apunten a la cotidianidad de la gente, impidió captar el voto de amplios sectores sociales. En buen romance, al presidente Boric le faltó esa dosis de populismo indispensable para hacer funcionar una democracia plebiscitaria.
La reflexión, entonces, nos sitúa en otro plano del análisis político. Y las preguntas son por demás obvias: ¿es viable en Chile el populismo electorero que ha funcionado en otros países de la región como Ecuador, Venezuela, Argentina o Bolivia? ¿Quiere Boric y la izquierda chilena jugarse por esa opción? Porque el mayor problema del populismo es que, una vez encarrilado, ya no tiene ninguna posibilidad de frenarse, mucho menos de dar marcha atrás. Sus siguientes estaciones son el nepotismo, la corrupción y el autoritarismo. Funciona en términos electorales, pero sacrifica toda posibilidad de cambio.
Con las debidas proporciones y particularidades, la experiencia chilena sirve de referente para la intención del gobierno de convocar a una consulta popular. El problema del régimen no se deriva únicamente de su ínfima aceptación ciudadana, sino de su desconexión con las realidades concretas de los sectores populares. Estos sectores son los que, a final de cuentas, deciden una votación.
¿Qué temas de amplio interés ciudadano desea consultar el gobierno? ¿Cuánta demagogia y cuánto populismo está dispuesto a invertir para conseguir apoyo electoral? ¿Está consciente de que la angustia económica de la gente no está para reflexiones jurídicas ni estratégicas? ¿Qué hará frente a la eventualidad de una derrota estrepitosa?
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