
Para buena parte de los países de la región, Brasil se había transformado en uno de los modelos más claros y decisivos a seguir en el campo político y en el manejo económico. Con antiguos obreros y dirigentes sindicales en el poder, se aseguraba el reinado de la justicia, la honradez, el trabajo de todos. Ya no se repetirían las historias casi macabras de antiguos gobiernos en los que la corrupción se constituyó no solo en la norma sino casi en una de las fundamentales virtudes del quehacer político. De hecho, serias denuncias y constataciones de corrupción ya habían provocado, por ejemplo, la renuncia de un presidente.
Con Lula se esperaba el reinado del bien y de la honradez. Y por ello hasta fue reelegido. Cuando terminó su segundo mandato, fue sustituido por Dilma Rousseff de los mismos orígenes ideológicos y políticos. De esta manera no solo que se aseguraría la continuidad del programa de desarrollo sino también la permanencia del nuevo modelo de hacer política sostenido en el principio de la honradez moral, de la verdadera verdad y de la verdadera justicia. A su vez, su reelección implicaba una estrategia destinada al fortalecimiento de un proyecto político que, supuestamente, estaba dando buenos resultados. La brasileña aparecía entre las diez mejores economías del mundo, una noticia muy halagüeña.
Los desencantos suelen llegar mucho antes de lo previsto porque siempre habrá alguien que se encargue de aplastar el dedo en el cuerpo de las supuestas virtudes para que brote el pus. La verdad y la honradez habían sido tan solo un decir, a lo más uno de esos mitos que el tiempo construye en torno a personajes que se destacan por su constancia y fortaleza en las luchas sociales. Posiblemente sí honrados y leales cuando eran obreros e incluso cuando se convirtieron en sus dirigentes. Una honradez, sin embargo, que habría hecho agua cuando se consiguió llegar a la cima del poder, cuando incluso se pudo sacar al país del pozo para conducirlo a ocupar los primeros puestos en los niveles de desarrollo social y político de América.
Sin embargo, en los últimos meses, los escándalos causados por oscuros y sucios manejos económicos por parte de Lula y de la presidenta han dado al traste con las tan alabadas virtudes. De pronto, las certezas de honorabilidad desaparecen para que su lugar sea ocupado por un relato de nunca acabar de engaños, mentiras, deslealtades, sobreprecios, coimas, enriquecimientos ilícitos. Es decir, el himno de la honradez desapareciendo bajo el lodo de la corrupción, de los sobreprecios, de las coimas. Las manos limpias había sido tan solo un espejismo. Por cierto, ni el teatro ni la mascarada pueden durar indefinidamente.
La honradez y la verdad ni son ni serán productos surgidos del cuerpo de los discursos, de las proclamas, ni de las leyes y peor de las persecuciones. La honorabilidad es una virtud que se alimenta de otras virtudes indispensables. ¿Cómo podrá ser honrado el mentiroso y el farsante consuetudinario? Abundan los honrados y santos de palabra. Pero más temprano que tarde se develan por sí solos y muestran al mundo la fea verdad de que se ha hecho de la corrupción el modus vivendi. Por eso siempre hay que dudar de aquellos discursos en los que la verdad y la honradez aparecen convertidas en parte fundamental de la teatralidad política. Quien mucho habla de la pera comérsela quiere.
La presidenta Rousseff fue reelegida con una buena mayoría. Ahora, su popularidad apenas si llega a un paupérrimo ocho por ciento que, por sí solo, casi deslegitimaría su presencia en el poder tomando en cuenta que toda inmoralidad deslegitima al poder. Es probable que logre no ser destituida lo cual, sin embargo, de nada servirá para salvar una imagen y una ética en jirones. Ella sabe bien lo que aconteció con Color de Mello que, acusado de corrupción, tuvo finalmente que renunciar a la presidencia. También entonces el tema de Petrobras fue decisivo, como lo es ahora junto a otras empresas particulares que han logrado pingües ganancias desde la corrupción y con ella al hombro. Lo acontecido recientemente en Guatemala es un ejemplo que debe quitarle el sueño a la presidenta.
De hecho, ya se habla de evitar su renuncia para que sea legalmente destituida. Aunque la idea de que se sostenga hasta el fin de su mandato es igualmente fuerte con el propósito de no debilitar el sistema democrático. Pero también están quienes sostienen que la destitución basada en los principios de la ley no debilita la democracia sino que, por el contrario, la fortalece. Porque la honradez y la verdad deben primar sobre cualquier otra consideración. Nixon se fue a su casa y los Estados Unidos no se debilitaron. Lo que daña a los países y al sistema democrático es la corrupción sobre todo aquella que se disfraza de honradez y de santidad.
La corrupción del ejecutivo nunca se encapsula. Todo lo contrario, es una fístula que de manera permanente infecta al sistema democrático. De hecho, el escándalo de Petrobras involucra a personeros y directivos del legislativo que, como la presidenta Rousseff, caminan sobre una cuerda cada vez más floja.
La prensa local califica de colosal al escándalo de Petrobras pues se cree que sería el mayor signo de corrupción de la historia de Brasil. Pero lo grave radica en que la corrupción es un cáncer que no cesa de hacer metástasis a lo largo y ancho del país afectando al sistema democrático en sí mismo. Porque junto a la estatal petrolera se hallan otras grandes empresas privadas como Odebrecht, Andrade Gutiérrez y Camargo Correa que habrían armado un cártel para manipular las licitaciones de Petrobras mediante pingües pagos a sus directivos. Un exgerente de Petrobras habría desviado a Suiza algo así como 100 millones de dólares. En caja abierta el justo peca, y quien abre estas arcas de la abundancia es siempre el poder político.
Como es costumbre, todos pretenden lavarse las manos. Por desgracia, los poderes políticos pueden convertirse con facilidad en el mejor detergente moral de los corruptos. Vía decretos, discursos, amenazas, silencios, cambio de cortes y de jueces, el poder pretende, por lo menos, que desaparezca el mal olor de la podredumbre para que se la olvide. El poder es capaz incluso de hacer que aparezca el cuerpo de la virtud en el lugar en el que la fetidez de la corrupción es intolerable.
En Brasil, como en otras partes, se hace evidente el principio de que una corrupción de esas proporciones no podría darse sin el contubernio directo del poder que sabe cómo volverse sordo y ciego. Dilma Rousseff y Lula lo saben muy bien. Por ende, una justicia independiente y honrada hará que se aclare este inmenso escándalo económico y moral de tal manera que sean debidamente sancionados sus autores y sus cómplices.
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