
Para Max Weber, el sociólogo alemán, no hay un sistema ético que pueda aplicarse tanto en la política como en el resto de actividades humanas. Él distingue entre dos sistemas: el de los principios y el de la responsabilidad. Propio, este último, de la política.
Las personas que siguen el primer sistema toman sus decisiones basadas en sus creencias. Hecho que, en la política, no es pertinente, pues quienes deciden de acuerdo con sus convicciones transfieren la responsabilidad sobre las consecuencias de sus actos a un tercero: Dios, la Biblia o cualquier otro libro sagrado. Es este tercero el que le dice al sujeto cómo debe actuar, independientemente de las consecuencias que se deriven de sus actos.
Lo único que cuenta, en este caso, es que la decisión responda a un mandato superior. Los resultados, buenos o malos, que esta produzca son irrelevantes. De hecho, no constituyen un factor que deba tomarse en cuenta a la hora de decidir. Mientras respete lo que está prescrito por Dios o su conciencia –que no es otra cosa que la encarnación de sus creencias y prejuicios- el hombre de convicciones firmes no debe inquietarse. Si hay muertos y heridos de por medio, él no tiene responsabilidad alguna, y puede dormir en paz.
El político, en cambio, no debe prescindir del análisis de las consecuencias que sus decisiones puedan generar en la comunidad a la que pertenece. Debe partir, por tanto, de un estudio exhaustivo del problema sobre el cual sus decisiones van a incidir, y de los recursos y posibilidades existentes para solucionarlo. Decidir de este modo supone que el político se hace responsable de la decisión tomada y de sus consecuencias. Y que no hay ninguna razón superior en la que pueda ampararse para liberarse de dicha responsabilidad.
En la reciente votación sobre la despenalización del aborto por violación, surgió, en la Asamblea Nacional, un nuevo grupo legislativo: “Los siete de la limpia conciencia”. El día de los hechos, posaron para los diarios y la televisión, alegres y sonrientes por haber logrado que el aborto por violación siga siendo un delito. Y que ninguna mujer que haya cometido un aborto por esta causa se libre de la cárcel. “Los siete de la limpia conciencia” votaron como creyentes, como feligreses, y no como políticos. O, si se quiere, como políticos de un Estado teocrático y no de una democracia moderna, vertebrada por los derechos humanos.
“Los siete de la limpia conciencia” votaron como creyentes, como feligreses, y no como políticos. O, si se quiere, como políticos de un Estado teocrático y no de una democracia moderna, vertebrada por los derechos humanos.
Imagínense lo que ocurriría si, teniendo que decidir sobre la legalización de las transfusiones sanguíneas en caso de una intervención quirúrgica, tuviéramos una Asamblea Nacional compuesta mayoritariamente por miembros de los Testigos de Jehová. O, en una votación para legalizar el comercio de alcohol, por feligreses evangélicos. Con seguridad, estos legisladores votarían de acuerdo con sus principios religiosos, con su conciencia, y, felices de haberlo hecho, no se sentirían responsables del aumento geométrico de las muertes en el quirófano o del aparecimiento fungoso de “alcapones” andinos.
César Rohon duerme tranquilo. Y sueña, bienaventurado, en las ganancias que obtuvo gracias a sus presiones al Gobierno para que no eleve el precio del diésel que se utiliza en la producción de las camaroneras, de las que él también es propietario. Él dice que lo hizo para evitar que se perdieran plazas de trabajo. ¡Bendito sea!
En paz descansa Viviana Bonilla, con sus ojitos de capulí entrecerrados. No necesitó contar ovejas para dormirse, sino apenas los 600.000 dólares caídos del cielo, que utilizó para financiar su campaña electoral para la alcaldía de Guayaquil. ¡Que nadie ose despertar a la ingenua!
Como un bebé duerme Patricio Donoso, mientras sueña que es Papá Noel y que reparte cocinitas y biberones a las niñas violadas, y que los hijos de las niñas violadas -madres a los doce años- se le acercan, cariñosos, llamándole “¡padrino!”, “¡padrino!”.
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