
Master en Desarrollo Local. Director de la Fundación Donum, Cuenca. Exdirigente de Alfaro Vive Carajo.
El populismo es la burundanga de la izquierda: la desorienta, le arrebata la voluntad, la adormece, la enajena y, en última instancia, le hace perder la conciencia. Y de paso la memoria; porque cuando despierta de sus aventuras populistas parece no acordarse de nada. Por eso repite.
Desde aquel fatídico día en que la izquierda ecuatoriana cargó en hombros al doctor Velasco Ibarra para entronizarlo en Carondelet, allá por 1944, no ha cesado en su ilusión por encontrar al caudillo que conducirá al país a los idílicos parajes de la revolución. Basta una retórica izquierdosa para que corra detrás del primer bendecido por la fortuna electoral.
Desde el “retorno a la democracia”, en 1979, este delirio se acentuó. La debilidad estructural de la izquierda legal, que se vuelve más dramática en los terrenos de la formalidad democrática, la empujó a optar por salidas que oscilaban entre el absurdo y la ridiculez: Vargas Pazzos, Elhers, Gutiérrez y finalmente Correa.
Una y otra vez la izquierda legal, burocrática, apoltronada y casi vegetativa ha perseguido la lotería mesiánica del control del Estado. Por cualquier vía. Hasta las dictaduras (v.g. la nacionalista revolucionaria de Bombita) han sido parte de este errático libreto. El viejo y desgastado dogma de la toma por asalto del Palacio de Invierno fue reemplazado por un habilidoso acomodo a las coyunturas. Cargos, empleos e ínfimas cuotas de poder aparentan un ejercicio de transformación social que no pasa de un simple maquillaje.
Poco importa que al final la balanza se incline hacia los mismos grupos oligárquicos de siempre. La tecnocracia crea la ilusión del poder. Algunos programas con contenido social bastan para justificar la permanencia en los gobiernos de turno. El aplauso de la clientela electoral turba el entendimiento y opaca los conflictos de conciencia.
Con el correísmo, la potencia hipnótica de la burundanga alcanzó niveles frenéticos. Tanto, que su efecto dura una década. Harto dinero público para gastar, más un entramado regional supuestamente progresista, desvanecen los actos de corrupción, el autoritarismo, la reedición neoliberal, los pactos con la oligarquía, el enriquecimiento ilícito e ilícito, la violación de los derechos humanos. La verborrea izquierdista y la publicidad desbocada alteran la realidad e inducen al éxtasis revolucionario. Como en los conciertos de música protesta en el coliseo Rumiñahui.
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