
Economista y Magister en Estudios Latinoamericanos.
@giovannicarrion
El Art. 204 de la Constitución establece que la Función de Transparencia y Control Social tiene a su cargo la promoción e impulso del control de las entidades del sector público a fin de que sus actividades se desarrollen de manera nítida y eficiente, es decir, con absoluta transparencia y responsabilidad en el manejo de la ‘res pública’. Ahí están encolumnadas, según consta en la Carta Magna, entidades como el Consejo de Participación Ciudadana y Control Social (CPCCS), la Defensoría del Pueblo, Contraloría General del Estado y Superintendencias, cuyo papel se orienta –o debería apuntar- entre otras cosas a prevenir y combatir a la corrupción.
Se trata de entidades que tienen autonomía administrativa, financiera, presupuestaria y organizativa, sin embargo, son incapaces de articular espacios de coordinación mínimos que les permita desarrollar un trabajo efectivo y que no se diluyan sus acciones en entramados burocráticos que únicamente alimentan a la república del papel, donde reina el trámite insustancial creado por unidades de procesos que no logran conectar la teoría con la realidad y lo que provoca en el ciudadano, en últimas, es una espera indefinida para acceder a un servicio.
Que mayor desprestigio puede tener el CPCCS, cuando muchas voces en el país plantean en coro su eliminación ya que la participación ciudadana terminó siendo un cuento chino creado para cooptar sutilmente las entidades de control y manejar al estado cual si fuese una hacienda más.
Que mayor desprestigio puede tener el CPCCS, cuando muchas voces en el país plantean en coro su eliminación ya que la participación ciudadana terminó siendo un cuento chino creado para cooptar sutilmente las entidades de control y manejar al estado cual si fuese una hacienda más.
De su parte, la Defensoría del Pueblo, con resultados apenas visibles en la protección y tutela de los derechos de los ciudadanos. Este organismo también se ha visto envuelto en escándalos al más alto nivel y que tienen hasta ahora a un ex Defensor del Pueblo, privado de su libertad.
Y qué decir de la Contraloría General del Estado, que lejos de asumir su papel de institución eminentemente técnica encargada de ejercer un celoso control en la utilización de los recursos públicos, está señalada en actos reñidos con la ley y que tienen a algunas de sus más altas ex autoridades, enredadas en procesos judiciales en los que por todas partes emana un pestilente líquido amarillento.
Por último, están las superintendencias, en muchos casos, con acciones cachacientas y tardías en donde también los escándalos no han estado ausentes como el último vinculado con la designación de una nueva autoridad y toda la telenovela creada en torno a la posesión del último Superintendente de Bancos.
Lo cierto es que por número de instituciones y marco normativo –desde luego perfectibles y mejorables- el Ecuador estaría armado para combatir a la corrupción. Ahí está la Función de Transparencia y Control Social, además de la legislación interna y de los instrumentos internacionales que el país ha suscrito en su momento como es el caso de la Convención de Naciones Unidas y la Convención Interamericana contra la corrupción. Sin embargo, en la práctica, lo que tenemos es un Estado con instituciones débiles, en muchos casos solo de membrete, contaminadas y en franca descomposición en sus diversos niveles.
En estas condiciones de un deterioro general de los valores y principios, en una sociedad obnubilada por la riqueza y el poder, caminamos lamentablemente hacia el despeñadero.
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