
PhD. Sociólogo. Catedratico universitario y autor de numerosos estudios políticos.
Las elecciones presidenciales constituyen la expresión de la voluntad popular como fuente del poder legítimo. Las irregularidades producidas en el actual proceso electoral en el Ecuador ensombrecen su legitimidad. Desde la inscripción de candidaturas se advirtieron errores de fondo, más graves que los de la impresión de papeletas.
La Contraloría llamó la atención al Consejo Nacional Electoral por mantener registrados a partidos que no reunían las condiciones legales para su existencia. Hubo candidatos sin partido que consiguieron el patrocinio de uno prestado, sin importar su afinidad ideológica. También candidatos con sentencias penales por actos de corrupción que se inscribieron para dejar en suspenso sus penas. En el portal Primicias se revela que 71 nombres para asambleístas no surgieron de primarias, lo cual significa que este mecanismo de democracia interna no tuvo cabal cumplimiento.
Hay, pues, una discordancia entre la institucionalidad democrática y las prácticas de los actores políticos que se valen de artilugios impropios para intervenir dolosamente en una campaña en la que está en juego el destino del Ecuador.
¿Qué garantía hay contra la corrupción si los aspirantes a los más altos cargos de representación popular actúan sin decoro desde el punto de arranque, en un trámite administrativo formal?
Tampoco se pelea limpio en la campaña electoral. Hay promesas de campaña irrealizables ya sea por contravenir normas constitucionales expresas o por estar fuera de la realidad económica. Quienes hacen ese tipo de ofertas no dan la cara en los debates públicos. Rehúyen la discusión, con lo cual revelan su menosprecio a las ideas contrarias a sus argucias. Temen ser desenmascarados ante los electores. Bien podría colegirse que las quiméricas promesas que lanzan desaprensivamente son un indicio de su creencia en una posible derrota en las urnas. Pues si supusieran lo contrario, y confiaran en su victoria, serían más parcos y prudentes en sus ofrecimientos electorales. Como temen no ganar, pueden ofrecer lo que quiera y mofarse de quienes precisamente actúan con circunspección porque tienen posibilidades reales de vencer.
De otro lado, parapetarse en la imagen de un líder carismático, pero condenado y con sentencia ejecutoriada, es la confesión de su invalidación. Colocar la imagen de Rafael Correa en los afiches del candidato de Centro Democrático, implica un desconocimiento de la institucionalidad jurídica ecuatoriana y un reconocimiento de la carencia de valor propio. Temeroso de su derrota en las urnas, el candidato Arauz insinúa el cometimiento de un fraude electoral con lo cual se adelanta a los resultados de las elecciones de febrero, pretendiendo sembrar dudas sobre la legitimidad del mandatario que resulte electo en esas elecciones.
Estamos en presencia de una estrategia que apunta a la desfiguración de la voluntad popular. Hay interesados en crear las condiciones para socavar la gobernabilidad democrática y maniatar al próximo gobierno frente a la crisis económica y social, agravada por la pandemia.
Estamos en presencia de una estrategia que apunta a la desfiguración de la voluntad popular. Hay interesados en crear las condiciones para socavar la gobernabilidad democrática y maniatar al próximo gobierno frente a la crisis económica y social, agravada por la pandemia, con la amenaza de una sublevación popular como la que tuvo lugar en octubre del 2019. Si a ello se suma el estigma de un eventual fraude electoral se estaría propiciando una situación explosiva de la que sacarían provecho las candidaturas derrotadas que enarbolaron la bandera del revanchismo social.
La autoridad electoral, las organizaciones que fungen de partidos políticos y la laxitud de las normas vigentes configuran un escenario ambiguo en el que la contienda política se ha visto distorsionada por cálculos electorales mañosos de grupos y tendencias que toman a la democracia como un simulacro para erosionarla desde adentro.
El ejercicio del voto para la elección de autoridades debe ser apreciado como una afirmación de las prácticas democráticas básicas y no como un juego de vanidades en el que se diluye la voluntad popular que no puede expresarse libremente. Y con transparencia. Debe ser producto de una competencia limpia en la que diriman con altura y seriedad las diferencias que importan a la ciudadanía, dentro de las garantías y límites constitucionales.
De ahí la importancia del debate entre los candidatos a la presidencia de la República. Los compromisos que asumen ante la población son la base para transparentar su responsabilidad frente a la democracia. Los puentes entre la democracia electoral y la democracia en el ejercicio del poder son el gran desafío del pronunciamiento de febrero.
El electorado no puede dejar que el gobernante, cualquiera que sea electo, de las espaldas a esos compromisos. Junto a los procesos electorales hace falta una ciudadanía activa que tome cuentas a sus representantes y les exija concordancia entre sus proclamas y su acción futura.
La legitimidad de la democracia no se sustenta en confesiones religiosas ni laicas. La aplicación de las ideas democráticas a la vida real exige coherencia entre la teoría y la práctica. “Los avatares a que se verá expuesta una gestión de gobierno”, al decir del politólogo argentino Isidoro Cheresky, no son previsibles a la hora de votar. El ciudadano debe sopesar la promesa de campaña con la capacidad real de hacerla realidad.
Lo contrario es poner a la democracia contra la pared, para legitimar la implantación del autoritarismo como alternativa a una democracia desfalleciente.
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