
Un nuevo levantamiento de presos no puede pasar desapercibido. A menos de un mes, nuevos muertos y heridos y un número considerable de armas incautadas. Nuevamente, la misma posición insana de las autoridades que ni siquiera tienen el valor de rasgarse las vestiduras porque saben que, si lo hiciesen, la sociedad vería la corrupción y quemeimportismo.
El poder persiste en su afán de engañar a la sociedad con la idea de que el mal se halla en las cárceles. De que los presos se han vuelto perversamente crueles. De que son ellos los que se organizan para, puertas adentro, mantener y acrecentar la violencia urbana. Ellos fabrican sus armas.
Al poder le interesa que la sociedad se quede con la experiencia perversamente trágica de los presos asesinándose unos a otros. De que en esa sangre se coagule la verdad de la gran delincuencia organizada que desde fuera también manejaría las cárceles. Se pretende que la mirada y la conciencia ciudadanas queden atrapadas en la idea de que el mal ha entrado a las cárceles como Pedro por su casa, pues le pertenece de suyo. Se pretende que el mal se coagule en esa sangre derramada pérfidamente para que la sociedad de los ingenuos quede en paz puesto que se hace justicia cuando muere un malhechor.
Los del poder probablemente crean que ya convencieron a la ciudadanía de que son unas especiales cigüeñas las que introducen esas armas tanto las denominadas corrientes y tradicionales como las de última generación y a las que no tienen acceso sino las Fuerzas Armadas. Esas armas que disparan ráfagas asesinas en una milésima de tiempo.
Incomprensible que ingresen a la cárcel por la puerta grande que, supuestamente, se halla permanente y severamente resguardada por un personal altamente capacitado y moralmente convencido de la importancia social de su trabajo. Sin embargo, es lo que acontece.
Parecería que la corrupción está a cargo del buen funcionamiento de ciertas cárceles del país. Al poder no le interesa hablar de este tema porque en ello va su propia sobrevivencia. Lo que acontece en la alcaldía de Quito, con su alcalde, constituiría un ejemplo paradigmático. Como suele acontecer, el plato fuerte de la dieta diaria del poder es la corrupción sazonada con escándalo: que la ciudadanía se entere de la trifulca interna. Que vea en primera fila la sumatoria de los cadáveres de presos colocados en un orden ceremonialmente perverso. Escena macabra pero políticamente útil e incluso enriquecedora.
Se pretende que el mal se coagule en esa sangre derramada pérfidamente para que la sociedad de los ingenuos quede en paz puesto que se hace justicia cuando muere un malhechor.
Al poder le interesan las escenas apocalípticas porque de esa manera se agranda la imagen de maldad que debe dominar a cada ciudadano cuando se refiere a la población carcelaria. Allí no cabe distingo alguno: todos son igualmente perversos, igualmente culpables, todos destinados a la muerte. Porque si entre ellos se asesinan, el país cuenta con menos malhechores. Sencilla aritmética de lo perverso.
Así el poder se justifica a sí mismo. Pero también pretende que nos justifiquemos a nosotros mismos. Porque, quizás más inconsciente que conscientemente, todos hemos sido inoculados con el virus de esa venganza social que desconoce diferencias: que ser maten entre ellos, así habrá menos delincuentes en las calles.
El poder cuenta los muertos. Clasifica las armas. Diagnostica la perversión de los actos delincuenciales. Pero no dice nada de los verdaderos problemas. No dice nada de cómo ingresan las armas a las cárceles. No dice nada de las supuestas y reales implicaciones de los alcaides. Ni siquiera opta por la farisaica escena de rasgarse las vestiduras.
El poder calla. No dice nada del hacinamiento ni del tráfico interno de drogas. Este tema ya fue colocado en el infierno del mal para así librarse de decir lo que sí sabe pero que pretende ignorar.
No dice nada de cómo, luego de la gran matanza, fueron suficientes un par de semanas para nuevamente sembrar de armas las cárceles. Tal vez debamos convencernos de que allí las armas se producen por generación espontánea.
Las puertas de las cárceles se aseguran con la llave de la corrupción. Las armas no llueven del cielo. Pasan una tras otra por los ojos benévolamente corrompidos de autoridades y guías. Ingresan como Pedro por su casa gracias a un complejo y sostenido sistema corrupto perfectamente bien organizado. El único que no sabe nada de esto es el poder central al que todo le habría quedado demasiado grande.
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