
Luego de los constantes asesinatos en las cárceles, es probable que no pocos piensen: ¡qué bueno, hay cien criminales menos, pero aún faltan muchos más: que sigan matándose entre ellos. Así tendremos menos asesinos, menos violadores menos ladrones en las ciudades. Se trataría, pues, de una estrategia jurídica a y de una forma de purificación colectiva.
De ninguna manera pueden justificarse estos asesinados porque se estaría legitimando el crimen y la aplicación de la justicia por mano propia. Realidades que van en contra no solo de toda ética social y de todo principio de convivencia sino porque aceptarlo implicaría el derrumbe de la sociedad.
El Gobierno nacional, las autoridades encargadas del cuidado de las cárceles y el país entero, todos nosotros no podemos quedarnos tranquilos, como si nada grave estuviese sucediendo en nuestra sociedad. Por si acaso lo hubiésemos olvidado, las cárceles también dan cuenta del estado social, ético y económico de un país.
Parecería que vivimos en un país absolutamente apático que no se conmueve por esta clase de crímenes. Y peor aún, un país que corre el riesgo de que estas muertes pierdan su carácter infame para constituirse en causa y justificativo de personales y colectivas alegrías. Cuantos más reales o presuntos criminales se maten en la cárcel, más ciudadanos dormirán paz. Un poco más de tranquilidad si se sabe que por fin algunos asesinos, violadores de niños han sido ajusticiados en prisión.
Entonces, que se maten entre si todos ellos. Así la sociedad tendrá menos criminales en las calles y dormirá mejor.
El Gobierno nacional, las autoridades encargadas del cuidado de las cárceles y el país entero, todos nosotros no podemos quedarnos tranquilos, como si nada grave estuviese sucediendo en nuestra sociedad. Por si acaso lo hubiésemos olvidado, las cárceles también dan cuenta del estado social, ético y económico de un país.
Una filosofía absolutamente pobre que, probablemente. termine contaminado la ética y la justicia en sí mismas. Si así fuese, todos habríamos caído en un abismo del que nadie podrá sacarnos. Entonces ya no habrá salvación alguna.
Pese a cualquier maldad, es necesario recordar que también los malhechores poseen derechos. El derecho a la duda, primero, y el derecho al debido proceso y a una justa sentencia. Una sociedad que indolente permite que se aplique la justicia por mano propia es una sociedad que ha retrocedido cientos y miles de años en su desarrollo cultural y ético.
Antes de los romanos y los griegos, ya existía la justicia y el derecho para los infractores. Aunque sea con todos los defectos imaginables, los acusados pasaban por un juicio y un tribunal que los absolvía o los sentenciaba.
La aplicación de la justicia por mano propia es temeraria y perversa. Por ende, no puede, bajo ningún pretexto, ser ni asumida y menos aun pasada por alto, por los poderes del Estado. Es lo que está aconteciendo en algunas de nuestras cárceles en las que se asesina de manera cruel y absurda.
El país no es Fuente Ovejuna. Pero si callamos, todos y cada uno de nosotros nos convertimos en culpable de esas muertes y, sobre todo, de lo perverso de un silencio privado y público ciertamente impúdico.
Ante esas muertes, el país guarda un silencio culpable y perverso. No faltan quienes incluso lo celebran. Otros, sobre todo en el poder, farisaicamente se rasgan las vestiduras entre ayes de plañidera.
Porque en el fondo nos alegramos de que los supuestos y reales malhechores se maten entre sí. Ya que nuestra justicia es ciega y nuestros jueces corruptos, con las excepciones del caso, entonces qué mejor que entre ellos se asesinen. Y si allí alguien preguntase ¿quién mató a Juan a Pedro y al mismo director, todos responderán al unísono: el sistema corrupto, señor.
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