
En el centro histórico de Quito es domingo de ciclopaseo. Aprovechando la pendiente, los ciclistas bajan a toda velocidad por la calle Guayaquil. A pesar de la mascarilla anticovid que llevan, se advierte que chocar la cara contra el viento es para ellos un placer. Los que vienen en sentido contrario no parece que disfruten tanto. En ellos, más que los gestos del placer, dominan las maneras del esfuerzo.
Los transeúntes, mirando con impaciencia a uno y otro lado de la calle, aguardan a que se abra un claro en el bosque móvil de ciclistas. Tienen miedo, porque los ciclistas no distinguen el rojo del verde, ni el verde del amarillo, esas luces de guía que alternativamente proyectan los semáforos y que incluso los conductores de autos respetan. Los ciclistas, a diferencia de ellos, tienen una alta conciencia de su inocuidad para los transeúntes y de la primacía de sus derechos de movimiento sobre los de las personas que andan a pie.
Algunos, aparte de su amor al ciclismo, demuestran su amor a los perros haciéndoles correr a su lado, atados al manubrio de la bicicleta con una correa. Una chica, que carga un cachorro en la mochila que lleva a su espalda, conduce la bicicleta con la mano izquierda y con la mano derecha sostiene al pequeño perro. Se cansa enseguida. En el sentido opuesto al de la chica, una mujer corre detrás del triciclo de su hijo pequeño, del que se sujeta, ella también, con una correa.
Los perros, jadeantes, avanzan a la carrera con la lengua afuera. Pero los ciclistas, ensimismados en su pedaleo, ignoran su cansancio.
los ciclistas no distinguen el rojo del verde, ni el verde del amarillo, esas luces de guía que alternativamente proyectan los semáforos y que incluso los conductores de autos respetan. Los ciclistas, a diferencia de ellos, tienen una alta conciencia de su inocuidad para los transeúntes y de la primacía de sus derechos de movimiento sobre los de las personas que andan a pie
Detrás de una tropa de ciclistas, irrumpe la que parece ser una familia de patinadores, de todos los portes y edades. Solo faltan los abuelos.
Los sacerdotes de la salud, esas bacantes ebrias por el ejercicio, dominan el ambiente. Y su dictadura tiene todos los visos de prolongarse, como antaño la de los fumadores. Estos tenían un flanco débil: el cáncer. Ellos, en cambio, tienen a su favor las pruebas de que el ciclismo fortalece el sistema cardiorrespiratorio.
Los fumadores, reducidos a una cuasi clandestinidad, suelen quejarse en voz baja de la suerte, de la mala suerte que la política pública de salud les ha impuesto. A golpes de rótulos prohibitivos, mensajes catastróficos en las cajetillas y miradas reprobatorias, terminaron por rendirse y cambiaron los espacios cerrados de la civilización por los espacios abiertos de la barbarie. Son los nuevos salvajes.
No los buenos salvajes de Rousseau, sino los malos de las viejas películas del Oeste.
Yo, transeúnte sometido, me pregunto, ¿cuándo les llegará la hora a los ciclistas?, ¿cuándo acabaremos con su dictadura?
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