
Si ya no puedes salir tranquilo de casa. Si antes de andar hacia tu trabajo te aseguras de no estar solo en la calle. Si ya no te atreves a relajarte, sino que, por el contrario, debes ir atento, mirando de soslayo a todas partes. Si en cada semáforo en el que te detienes, esperas con ansias que cambie la luz para salvarte del fantasma de alguien que te acecha para asaltarte. Si caminas por la calle mirando con un ojo adelante y con el otro a tu izquierda y a tu derecha. Si no dejas tu casa sin cerciorarte de que todo queda con llave y mil candados. Si pese a todas tus seguridades, no desaparecen tus inquietudes.
Si esto y mucho más te acontece día tras día, es que te han invadido, no solo el miedo, sino incluso el terror de dejar tu casa, de salir a tu trabajo para retornar por la tarde y encontrar todo en orden. Ya no se trata tan solo de miedo, sino de un sentimiento que antes no conocías, se trata de la invasión de la inseguridad. El terror surge de la pérdida de los cimientos de la seguridad ante el fantasma de un inminente peligro que te persigue de manera permanente e inclemente.
Ya no se trata solamente de un sentimiento de inseguridad que ordinariamente es manejable. Se trata de terror. Es decir, de un sentimiento inundante que surge de la experiencia de desprotección ante la posible presencia de enemigos visibles e invisibles que destruyen las seguridades básicas. Se trata de la presencia del mal e inclusive de la misma muerte.
Una delincuencia malvada ha invadido algunas ciudades del país, de la Sierra y de la Costa. Y con una admirable facilidad, ha logrado el cumplimiento de uno de sus principales y perversos objetivos: hacer que los ciudadanos seamos atrapados por el temor, que nos escondamos, que nos rodeemos de mil seguridades. Que no salgamos a la calle. Que terminemos convenciéndonos de que, de una vez por todas, hemos perdido la libertad.
De esta manera, poco a poco, hemos ido cediendo el territorio de nuestra cotidianidad a lo malvado de un sistema que justamente funciona gracias al temor y a la desesperanza de los otros. Entonces, su poder perverso termina siendo mayor y más eficiente que el orden social, más que la verdad y la justicia.
Si existen ex presidentes, ministros de Estado, jueces y más acusados de corrupción e incluso sentenciados y que, sin embargo, andan aquí y allá libres y prófugos de la justicia, ¿por qué un ciudadano cualquiera no se sentirá autorizado a robar lo grande y lo pequeño? Ética de la relatividad.
En consecuencia, el sistema social, expresado en lo político y lo judicial, termina siendo el responsable de estas violencias e inseguridades. Son ellos, los del poder, los que se hacen de la vista gorda ante el mal. Son quienes previamente convierten a la justicia en un mercado en el que se negocia el bien y el mal, lo honorable y lo pérfido. Son ellos los que cierran los ojos para no ver la inequidad social y quienes se encargan de mirar la paja en el ojo ajeno, para no hacerse cargo de la viga que crece sin cesar en el suyo propio.
La delincuencia, como estrategia de vida, no surge de la nada. Más de una década de un sistema sociopolítico, denominado correísmo, que destruyó los cimientos de toda ética social. Ese sistema instauró no solo la legitimidad del mal, sino también y sobre todo, su impunidad. Si los gobernantes se convierten en malhechores, ¿por qué no también los ciudadanos comunes y corrientes? Si los gobernantes y las autoridades son acusados de cometer millonarios robos al Estado, ¿por qué no los subalternos de un Ministerio? Así funciona bien la lógica de la relatividad y de la proporcionalidad: en un ministerio circulan millones, el policía de la calle se contenta con unas cuantas monedas.
No faltan quienes tienen las manos limpias sencillamente porque no tienen manos. De modo alguno se trata de justificar ni la violencia ni la corrupción. Solo de entenderlas desde su lógica perversa. Si existen ex presidentes, ministros de Estado, jueces y más acusados de corrupción e incluso sentenciados y que, sin embargo, andan aquí y allá libres y prófugos de la justicia, ¿por qué un ciudadano cualquiera no se sentirá autorizado a robar lo grande y lo pequeño? Ética de la relatividad.
Con euforia se celebra el encarcelamiento de un ladronzuelo. Sin embargo, nada se hace para traer ante la justicia a esos encopetados ciudadanos que alzaron el vuelo con el santo y la limosna del país y que inclusive reciben, mes tras mes e indefinidamente, un jugoso sueldo por haber desempeñado con honores el oficio de primer corrupto estafador del país.
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