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4 de Noviembre del 2021
Ideas
Lectura: 8 minutos
4 de Noviembre del 2021
Mateo Febres Guzmán

Estudiante de Relaciones Internacionales; colaborador en revista Ideario para ensayo, cuento y poesía. Reside en Guadalajara, México. 

Claroscuro de Lula da Silva
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Ni santo ni demonio, lo cierto es que continúa siendo la figura política más importante de su país. Es posible que sean muchos quienes opten por seguir considerándolo un corrupto contumaz y un vivaracho. Y es posible también que la evidencia que los años han ido amontonando sobre él, den hoy para colegir que fue un perseguido político.

Supo que los designios de su vida le deparaban la lucha por el poder político cuando era niño y visitó el Congreso por primera vez, al constatar que, de los cientos de legisladores, solo dos eran obreros. Líder sindical que era, erigió a partir de allí su plataforma; fundó un partido, por el que fue cuatro veces candidato, y presidente dos períodos, de 2003 a 2011. Durante su gobierno, se estima que 40 millones de personas salieron de la pobreza, a través de sus programas y políticas. Mientras fue presidente, Brasil se convirtió en la séptima economía del mundo. En una ocasión, Obama dijo de él: “éste es mi hombre, mi amigo; el político más popular del planeta”. Cuando dejó la presidencia, su aceptación continuó siendo de alrededor del 70 por ciento. Su sucesora, Dilma Rouseff, se convirtió en la primera presidenta en la historia de Brasil. 

Fue criticado por pactar, cuando fue necesario, con la derecha de su país. Se ha analizado cómo su partido, el Partido de los Trabajadores, terminó por “aburguesarse” durante su presidencia. Se le endilgó haber caído en las viejas prácticas políticas que durante tanto tiempo habían sido criticadas por la sociedad. Durante la bonanza, el sector petrolero en su país fue salpicado por la corrupción. Se le acusó de haber recibido un departamento en un balneario, presuntamente de forma privilegiada, como un pago de favores. Fue el objetivo último de la Operación Lava Jato, que tuvo repercusiones en toda América Latina. En 2016, fue colocado a la cabeza de una red de pago de sobornos, dirigida desde Petrobras, por representantes de compañías constructoras brasileñas. Que fue el más grande cabildero de Odebrecht, y nada más, dicen algunos. Fue condenado a doce años de cárcel, por “corrupción pasiva y lavado de dinero”, a un año de haberse consumado un golpe parlamentario en su país. 

Ofreció un discurso fuera del sindicato metalúrgico, en el que aceptaba el mandato de prisión que se le había impuesto: “no estoy por encima de la ley” – dejó saber-, “si no creyera en ella, no habría comenzado un partido político. Habría comenzado una revolución”. Dijo además que, a partir de entonces, le transfería la responsabilidad al pueblo de su país; que él podía ser encarcelado, pero no sus ideas. Quienes lo oían esa tarde soleada de San Pablo, derramaron las primeras lágrimas cuando exclamó: “Cuando finalmente deje de soñar, seguiré soñando a través de sus cabezas y sus sueños. Mi corazón seguirá latiendo en los corazones de ustedes”. Habló de su lucha política como la búsqueda de la primavera. Fue llevado en hombros por el pueblo que, sollozando, depositaba flores amarillas en sus manos. Quisieron impedir que se entregara, rodeando el sindicato para no dejarlo salir. Habían pasado muchos años, y el Brasil que había empezado a construir, para bien o para mal, ya no era el mismo. Esa tarde él entregaba la cabeza a sus verdugos, allanándose a lo dispuesto por una justicia que iba por él, que nunca dejó de reafirmar su estado de inocencia. “No se siente en absoluto que algo parecido a la justicia haya tenido lugar en Brasil” - escribió poco después el periodista estadounidense Jon Lee Anderson-, “se están dibujando las nuevas líneas de batalla para las confrontaciones por venir”. 

Ni santo ni demonio, lo cierto es que continúa siendo la figura política más importante de su país. Es posible que sean muchos quienes opten por seguir considerándolo un corrupto contumaz y un vivaracho. Y es posible también que la evidencia que los años han ido amontonando sobre él, den hoy para colegir que fue un perseguido político.

Esa misma noche lo encerraron en prisión, donde permaneció 580 días. Aún desde su celda, se sabe que habría ganado las inminentes elecciones presidenciales, de las que no pudo participar. Ganó, en cambio, un capitán del ejército y excongresista que entonces sorprendía al mundo con su misoginia y su homofobia, sus aproximaciones sin ambages a la extrema derecha y su procaz apología de la dictadura y los torturadores. Ganó a pesar de todo, mientras él pagaba cárcel en Curitiba, y su país empezaba la debacle hacia el febril delirio autoritario en que se encuentra ahora. 

Ya serán dos años desde que fue absuelto por un tribunal de su país. Algunos – muchos – lo estiman un corrupto que se ha salido con la suya. Otros, quienes habitan la tibieza, se limitan a decir que nadie ha dicho que es inocente, sino que su proceso se ha reiniciado por fallas administrativas. El caso es que, desde entonces, y luego de haber resistido la cárcel por cerca de dos años, ya camina de nuevo por las calles de Brasil. Y que realmente nunca se fue de aquellas calles, dicen también otros muchos; que, incluso estando preso, nunca dejó de estar allí. Hoy, con elecciones a las puertas, y la democracia de Brasil cada día más pálida y más trémula, se dice que será candidato una vez más. 

Ni santo ni demonio, lo cierto es que continúa siendo la figura política más importante de su país. Es posible que sean muchos quienes opten por seguir considerándolo un corrupto contumaz y un vivaracho. Y es posible también que la evidencia que los años han ido amontonando sobre él, den hoy para colegir que fue un perseguido político. A pesar del conjunto de sus sombras, hay un valioso estoicismo en la manera con la que decidió aceptar la cárcel, aún sabiéndola injusta. Cuando las cartas amenazaron con tormenta, afrontó las tempestades de su vida con una entereza que ni sus más acérrimos enemigos podrán negar.

Para una figura que invita tanto a las contradicciones, resulta valioso recordar, de la forma más latinoamericana posible, que las vicisitudes del poder político son demasiado complejas como para intentar aprehenderlas a partir de una unívoca verdad. Para una figura como la suya, que tuvo el poder y que cayó en desgracia, importa mucho el hecho de haberse quedado en su país para defenderse, poniendo el pecho a las balas. Y eso es mucho más de lo que se puede decir de tantos otros que han gobernado, ayer y hoy, los países de nuestra región. 

Acaso porque se quedó, está libre, se podría decir. De luces y de sombras, Lula tiene por delante, todavía, uno de los retos más grandes de su vida.

 

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