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28 de Abril del 2017
Ideas
Lectura: 11 minutos
28 de Abril del 2017
Simón Ordóñez Cordero

Estudió sociología. Fue profesor y coordinador del Centro de Estudios Latinoamericanos de la PUCE. Ha colaborado como columnista en varios medios escritos. En la actualidad se dedica al diseño de muebles y al manejo de una pequeña empresa.

Colapso moral
En el Ecuador de la Revolución Ciudadana no hay leyes ni instituciones, ni jueces probos ni un aparato de justicia que pueda ampararnos de los abusos del poder. Todo, incluyendo la vida y la libertad de las personas, queda a expensas de la voluntad de uno solo y de sus secuaces, de ese poder concentrado y sin límites que desde hace ya muchos años dejó a los ciudadanos en total indefensión.

Quizá en el fondo siente vergüenza de lo que va a hacer. Quizá ni siquiera conoce lo que dicen esos papeles que leerá y firmará esa tarde, aunque posiblemente alguien ya le dijo lo principal de su contenido. Quizá por ello, cuando se sienta en el estrado desde donde lee aquel texto infame, no se atreve a levantar la mirada, y su voz es baja y monocorde. Apresura sus palabras, se atropella, omite puntos y comas;  jamás una inflexión de voz, algún énfasis, un solo gesto que permita traslucir alguna emoción que no sea la de su propia vergüenza. Tras casi quince minutos de lectura, que seguramente se convirtieron en los más largos de su vida, Karen Matamoros declaró culpables a los miembros de la Comisión Nacional Anticorrupción, CNA, y los sentenció a prisión y al pago de una importante suma de dinero con la cual el honor de un sujeto como Carlos Polit sería resarcido.

Esa tarde, la jueza Matamoros condenó a personajes de gran estatura ética e intelectual como lo son Simón Espinosa Cordero, Isabel Robalino, Julio Cesar Trujillo, Jorge Rodríguez, Germán Rodas y los demás miembros de la CNA, y con ello cometió uno de los actos más ignominiosos de la ya larga lista de abusos y atropellos ejecutados por la Revolución Ciudadana.  Desde sus albores, ya que así lo prescribe el manual de cualquier dictadura, los revolucionarios tuvieron en la mira a los hombres y mujeres libres del país, pues justamente ellos fueron quienes desde siempre se atrevieron a cuestionar el “proyecto” y a dudar de las bondades de su líder o de sus acólitos.

Periodistas independientes, intelectuales, dueños de medios de comunicación, empresarios honestos y líderes sociales fueron perseguidos y judicializados buscando acallar sus voces y someterlos. Y fueron tras ellos porque las dictaduras no toleran a quienes no se paralizan por el miedo o la desidia, porque odian a todos aquellos que ponen su dignidad en alto y enarbolan la libertad intrínseca al ser humano para no permitir que los subyuguen ni callen, y enfrentan la vileza del poder dictatorial pese a los riesgos que ello entraña.

Jueces venales o burócratas complacientes, que quieren granjearse un ascenso y hacer carrera, han sido utilizados a lo largo de estos diez años en esta “cacería de brujas” que ha reeditado las prácticas de las peores dictaduras de la historia. Existe mucha literatura sobre el tema, pero quizá sea suficiente revisar los textos de Isaiah Berlin o Reinaldo Arenas para dimensionar la magnitud de la persecución que sufrieron los intelectuales y los disidentes durante los regímenes dictatoriales de la URSS y Cuba, y para entender, al mismo tiempo, los escabrosos mecanismos que utilizaron para intentar controlar el pensamiento libre y la crítica.

Pero no se trató antes, ni se trata ahora, de una disputa que tenga que ver únicamente con el acallamiento de quienes dudan del proyecto en términos ideológicos y políticos.  El centro de sus ataques apunta a minar la moralidad de la sociedad y por eso persiguen a individuos cuya ética personal y sus límpidas trayectorias vitales son exactamente el anverso de la inmoralidad intrínseca a las dictaduras y a sus funcionarios; es la libertad individual  la que se persigue porque quienes la practican se vuelven seres irreductibles, incapaces de sobajarse o sucumbir ante el poder o el dinero, menos aún ante el miedo.  Es a los individuos libres, que se niegan a comulgar y convertirse en masa, a quienes las dictaduras persiguen. Es a ellos, a los referentes morales del país, a quienes se busca escarmentar o encarcelar, porque de alguna forma ellos constituyen la parte medular del sistema inmunológico de la sociedad, y lograr quebrarlo o destruirlo implicaría dejar a la sociedad sin defensas y anticuerpos, de la misma forma que el VIH lo hace con los seres  humanos.

Los regímenes políticos siniestros, dice Arenas, vuelven también siniestras a las personas que los padecen y a sus funcionarios. Siniestros, sí, porque cuando el Estado lo copa todo, y a su vez ese Estado se confunde con el Partido, solo la sumisión más abyecta y la obsecuencia más cerril, hacen posible la consecución de un empleo o de una carrera dentro de la maquinaria autoritaria.

Sobre ese mismo tema reflexiona Hannah Arendt en su libro Eichmann en Jerusalén, en donde desarrolla su tesis sobre lo que ella llama la banalidad del mal: “es esencial en todo gobierno totalitario y quizá propio de la naturaleza de toda burocracia, transformar a los hombres en funcionarios y simples ruedecillas de la maquinaria administrativa, y, en consecuencia, deshumanizarles. […] Lo más grave, en el caso de Eichmann, era que hubo muchos hombres como él, y que esos hombres no fueron pervertidos ni sádicos, sino que fueron, y siguen siendo, terrible y terroríficamente normales. Desde el punto de vista de nuestras instituciones jurídicas y criterios morales, esta normalidad resulta mucho más terrorífica que todas las atrocidades juntas, por cuanto implicaba que este nuevo tipo de delincuente […] comete sus delitos en circunstancias que casi le impiden saber o intuir que realiza actos de maldad”.

Y es por ello, por esa condición que adquieren los funcionarios en los regímenes dictatoriales,  que la inocencia o culpabilidad de quienes han sido judicializados a lo largo de estos diez años ha sido completamente irrelevante. Porque los jueces toman sus decisiones independientemente de las pruebas o de lo que diga la jurisprudencia. Los miembros de la Comisión Nacional Anticorrupción, como antes Cesar Carrión, Mery Zamora, Emilio Palacio, los hermanos Pérez, Juan Carlos Calderón, Christian Zurita, Carlos Figueroa, Fernando Villavicencio, Cléver Jiménez, entre otros muchos, no fueron sentenciados porque hubiese pruebas en su contra, sino porque en sabatina así lo había ordenado su principal actor.  

“Su propia inocencia carecía de importancia. La veracidad de sus respuestas tampoco la tenía. Lo que estaba decidido, decidido estaba. Y si necesitaban demostrar que el complot que acababan de descubrir o de inventar había tenido una divulgación tan perniciosa que hasta el compositor más famoso del país –aunque últimamente caído en desgracia- estaba implicado, lo demostrarían”. Esto lo cuenta Julian Barnes en una bella novela titulada El ruido del tiempo, en donde se cuenta la relación de Shostakovich, el célebre compositor ruso, con la dictadura soviética. Y eso que Barnes cuenta se produce en cualquier sitio donde el poder reside en uno solo: “Las órdenes de Führer…son el centro indiscutible del presente sistema jurídico”, decía algún jurista nazi;   y el imperativo categórico del Tercer Reich era "compórtate de tal manera, que si el Führer te viera aprobara tus actos", sostenía algún otro.          

Tras la lectura de la sentencia y la previsible declaración de culpabilidad de los miembros de la Comisión, el abogado de Polit tomó la palabra y anunció el desistimiento de la querella, con lo cual las penas impuestas por la pequeña burócrata judicial quedaban sin efecto. Con ello el show burlesco se completó y la aparente magnanimidad del acusador dejó en claro una sola cosa: en el Ecuador de la Revolución Ciudadana no hay leyes ni instituciones, ni jueces probos ni un aparato de justicia que pueda ampararnos de los abusos del poder.  Todo, incluyendo la vida y la libertad de las personas, queda a expensas de la voluntad de uno solo y de sus secuaces, de ese poder concentrado y sin límites que desde hace ya muchos años dejó  a los ciudadanos en total indefensión.

Al salir de la audiencia me detengo brevemente a mirar las nuevas instalaciones de la función judicial de Quito. El edificio es muy moderno y de áreas generosas; también lo son las salas de audiencias, las oficinas, y es claro que no han escatimado en mobiliario y tecnología. Cuenta con pantallas led y circuitos cerrados de televisión. En el magnífico vestíbulo de la planta baja se han dispuesto enormes mostradores y zonas de recepción e información; quienes allí trabajan son personas de distintos géneros y, como en película gringa, pertenecen a distintos grupos étnicos y culturales: hay afros, indígenas y mestizos y todos ellos son amables y educados. Todo políticamente correcto, todo moderno, todo limpio y organizado. 

Tengo en mi mente esas imágenes y al mismo tiempo recuerdo la enorme canallada que acababa de  suscitarse en esas mismas instalaciones. No puedo sino pensar que la modernización y adecentamiento de la infraestructura del aparato judicial no es más que una enorme mascarada, un parapeto gigantesco, un simulacro muy bien armado, tras del cual se esconde la impudicia, el envilecimiento y la ausencia total de decencia de los operadores judiciales y de quienes condujeron su reforma.

La Revolución Ciudadana, concluyo, ha construido enormes edificios no sólo para satisfacer la megalomanía del caudillo y facilitar grandes negocios, sino, básicamente, para encubrir su indecencia y el enorme colapso moral al cual han conducido al país.  La bancarrota moral es, tristemente, la peor herencia que nos dejan estos diez oprobiosos años.  

[PANAL DE IDEAS]

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