
Master en Desarrollo Local. Director de la Fundación Donum, Cuenca. Exdirigente de Alfaro Vive Carajo.
Para la política pragmática el concepto de sociedad civil sigue siendo una simple invocación, al igual que sus elementos complementarios (participación ciudadana, silla, vacía, control social…). Consta en todos los discursos, proclamas y cuerpos legales, pero carece de aplicabilidad.
Lo acaba de confirmar el intento del Gobierno por constituir una comisión de lucha contra la corrupción que, supuestamente, va a depurar al Estado de este vicio. De poco valieron las advertencias hechas desde distintos sectores –que responden a las más variadas posturas políticas e ideológicas, hay que recalcarlo– a propósito de la incongruencia de crear estos organismos desde el poder, en un vano empeño por reemplazar una función que debe recaer en la única instancia que puede ejercer un contrapeso al poder político. Es decir, en la sociedad civil.
Desde la Constitución de 1998, todos los organismos conformados a partir de esta visión instrumental de la lucha contra la corrupción no solo han fracasado, sino que, en muchos casos, se han prestado precisamente para lo contrario. Esto fue por demás patente durante los sucesivos gobiernos de Rafael Correa.
La institucionalidad pública no requiere de comisiones para combatir la corrupción a su interior. Leyes, reglamentos y manuales de procedimiento sobran. Basta con que la máxima autoridad de una institución pública tenga la voluntad y los arrestos para tomar decisiones que las cosas pueden empezar a cambiar. El problema radica en que, con más frecuencia de lo que imaginamos, esa autoridad es parte del problema. Al igual que quien la designa.
Desde la malicia con la que inevitablemente se debe juzgar a la política, habría que suponer que piensa desvirtuar cualquier iniciativa o acción de control que se origine precisamente en esa esfera soslayada y tergiversada desde el poder: la sociedad civil. Tal como ha ocurrido hasta ahora con el malhadado Consejo de Participación Ciudadana.
Por eso es fundamental que los controles provengan desde espacios que no estén atravesados por las lógicas burocráticas del poder ni por las rencillas institucionales. Cualquier actor social que esté al margen de las disputas directas por la administración del Estado puede cumplir una labor de fiscalización infinitamente mejor que la comisión propuesta por el Ejecutivo.
¿Qué busca, entonces, el Gobierno con la propuesta que acaba de hacer pública? Desde la malicia con la que inevitablemente se debe juzgar a la política, habría que suponer que piensa desvirtuar cualquier iniciativa o acción de control que se origine precisamente en esa esfera soslayada y tergiversada desde el poder: la sociedad civil. Tal como ha ocurrido hasta ahora con el malhadado Consejo de Participación Ciudadana y Control Social.
Además de contener abundantes errores gramaticales y hasta ortográficos, el documento presentado por el Gobierno en días pasados condensa una visión tan tecnocrática de la lucha contra la corrupción que se vuelve inaplicable. Inocua. La propia integración de la mentada comisión es operativamente inviable. Es más: será imposible sentar en una misma mesa, con una misma agenda y con un mismo compromiso a delegados tan disímiles. Peor aún: a delegados de algunos organismos que están atravesados por una corrupción crónica. De paso, en el documento se invoca a la sociedad civil como adorno.
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