Coordinador del programa de Investigación, Orden, Conflicto y Violencia de la Universidad Central del Ecuador.
El 6 de junio de 2016, en Washington la Agencia para el Control de Drogas de EE.UU. (DEA, por sus siglas en inglés) condecoró al entonces ministro del Interior, José Serrano, por los “extraordinarios resultados” obtenidos con la política antinarcóticos del Ecuador: 332 toneladas métricas capturadas desde el año 2010 y 305 bandas de narcotraficantes desarticuladas, rezaba el comunicado oficial. La propaganda gubernamental no escatimó esfuerzos en celebrar el acto con bombos y platillos.
Sin embargo, diez meses más tarde, en abril de 2017, la policía de Colombia capturó a Washington Prado Álava, alias “Gerald”, conocido en el vecino país como el “Pablo Escobar ecuatoriano”. Entonces se hizo pública su historia. “Gerald” se había iniciado como lanchero al servicio de la banda “Los Rastrojos”, en 2004. Para el 2010 la mayoría de los cabecillas habían sido capturados y “Gerald” tomó control del negocio ilícito. Se alió con “Los Choneros” y lideró una organización criminal que logró traficar más de 250 toneladas métricas de droga desde el litoral ecuatoriano hacia los EE.UU., entre el 2013 y el 2017, a través de un sofisticado sistema de trasborde marítimo.
Paradójicamente, en el mismo período que el gobierno de Rafael Correa lograba los “mejores resultados” en su lucha antinarcóticos –según la DEA–, la organización criminal de alias “Gerald” también logró expandirse y consolidarse hasta convertirse en el mayor narcotraficante ecuatoriano. El gobierno y el crimen organizado salieron ganando.
Resulta igualmente inquietante lo ocurrido durante el gobierno de Lenin Moreno. Solo en el año 2020 logró la mayor incautación de droga de la última década: 128,4 toneladas métricas. Y a la vuelta de la esquina, en febrero de 2021, se produjo la mayor masacre en la historia reciente del Ecuador, en manos de pandillas carcelarias vinculadas al narcotráfico.
¿Cómo explicar esta paradójica situación? ¿Es la lucha antinarcóticos un fiasco o son muy poderoso los grupos criminales? ¿Qué hacer con los mercados ilícitos? Estas y otras preguntas exigen un amplio debate que por ahora no parece tener oídos entre los candidatos presidenciales. Pero en estos asuntos el silencio no es una opción y el próximo gobierno debe replantear su estrategia frente al crimen organizado.
¿Por dónde empezar? Aquí abogo por un cambio de perspectiva: pasar de una estrategia basada en el combate a los grupos criminales a una estrategia de contención de los mercados ilícitos (tráfico de drogas, contrabando de mercancías, trata de personas, lavado de activos, etc.).
Entre el Estado y los mercados ilícitos hay una relación simbiótica. Este término, traído de la biología, evoca la coexistencia de organismos diferenciados que se benefician mutuamente en su desarrollo vital: los desechos del uno pueden ser el alimento del otro. Cuando el Estado decide qué mercancías prohibir y cuáles permitir, a través de su legislación, no solo delimita un orden público sino también el campo de acción de la economía criminal. La experiencia de la «ley seca», que estuvo vigente en los EE.UU. entre 1920 y 1933 multiplicando del tráfico de licor, es un caso elocuente.
El combate a los grupos criminales por parte de las fuerzas de seguridad del Estado solo es efectiva en el corto plazo y con efectos perversos. En el mediano y largo plazo, los mercados ilícitos tienden a fortalecer su arraigo social y nexos políticos
Pero también puede ocurrir que el Estado sea incapaz de atender las demandas sociales de bienes y servicios, facilitando la satisfacción de dicha demanda por parte de actores no estatales con prácticas criminales y mafiosas. Este es el caso de Bangalore, en el sur de la India, donde la infraestructura de agua potable no creció al ritmo que sí lo hizo su población dando origen a la “mafia del agua”, como la llaman sus habitantes: una organización de los propietarios de camiones cisterna que monopolizan la distribución de este recurso vital imponiendo sus condiciones draconianas a los consumidores. O el caso de las haciendas abacaleras de la empresa Furukawa, en el litoral ecuatoriano, donde se mantenía a decenas de hombres, mujeres y niños trabajando en condiciones de esclavitud, en pleno siglo XXI.
El combate a los grupos criminales por parte de las fuerzas de seguridad del Estado solo es efectiva en el corto plazo y con efectos perversos. En el mediano y largo plazo, los mercados ilícitos tienden a fortalecer su arraigo social y nexos políticos. Por ejemplo, en el tráfico de drogas, cuando un gran capo es detenido se produce una “democratización” del mercado ilícito y se multiplican los grupos que pugnan por controlarlo. Así ocurrió tras la muerte de Pablo Escobar y también luego de la captura del Chapo Guzmán.
Distintos episodios de la «Guerra contra las Drogas» muestran fehacientemente que la “mano dura” (política punitiva) y la militarización de la lucha antinarcóticos no generan beneficios sostenibles.
Pero, en cambio, el costo en vidas humanas es desgarrador. Si no pregúntenle a los filipinos que padecen la embestida brutal del gobierno de Duterte. O a los hermanos colombiano, donde a pesar del multimillorario «Plan Colombia» implementado desde 1999 con apoyo de los EE.UU. los cultivos de coca y la producción de cocaína han recrudecido. Tal como ocurrió en México con el «Plan Mérida» ejecutado durante el gobierno de Felipe Calderón.
Los gobiernos de la región que optan por el combate no están perdiendo la guerra, se están mordiendo la cola.
Una estrategia de contención implica un cambio de enfoque, de protagonistas y de principios. No se basa en un enfoque securitista que alienta la idea de la amenaza externa y el derecho penal del enemigo. Se fundamenta en una comprensión amplia de la economía política de los mercados ilícitos, identificando y neutralizando los nodos críticos de las redes criminales transnacionales.
Aquí los protagonistas nos son los aparatos de seguridad del Estado (Policía, Fuerzas Armadas y Función Judicial) sino las organizaciones gubernamentales encargadas de la infraestructura física y tecnológica (puertos, aerepuertos, bases de datos públicos, etc.); de los procesos electorales y de la supervisión de flujos económicos y financieros en el sector público y privado.
Pero sobre todo, los principios que guían la estrategia deben ser distintos. Primero, hay que reducir el valor las actividad económica ilícita. Esto implica barajar la posibilidad de regular dichos mercados, despenalizarlos o reconfigurarlos institucionalmente. Segundo, hay que reducir el daño, lo que equivale a medir el perjucio social de los métodos para controlar los mercados ilícitos. La cura no puede ser peor que la enfermedad.
Que el gobierno y el crimen organizado no salgan ganando como en el pasado reciente dependerá de la entereza con que la sociedad demande un cambio de estrategia. Aquí también la falta de voluntad política es el factor crucial, pero no solo hay que reclamarla, hay que construirla colectivamente.
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