
Master en Desarrollo Local. Director de la Fundación Donum, Cuenca. Exdirigente de Alfaro Vive Carajo.
Que el Gobierno tiene por delante un panorama complicadísimo es una obviedad. Entre los problemas estructurales y los coyunturales tendrá que hacer gala de una prodigiosa capacidad para la acrobacia y la mimetización si no quiere caer en el viejo pantano de la inestabilidad permanente.
Hay problemas que atañen a la mismísima supervivencia del Estado (como la violencia del narcotráfico), y frente a los cuáles cualquier gobierno está medio atado de manos. Pero hay otros que, aunque combinan factores estructurales con urgencias permanentes, requieren de respuestas ágiles e inmediatas. Por ejemplo, las demandas del movimiento indígena. La deuda ancestral que mantiene el Estado con ese actor fundamental de la vida nacional se incrementa con las erráticas políticas de los gobiernos de turno, más aún ahora que los sectores rurales en general se han visto particularmente golpeados por la pandemia y la crisis económica. La posibilidad de que la conflictividad social se dispare en este año es una realidad.
El Gobierno ha dado claras señales de que considera este escenario entre sus múltiples proyecciones. Es más, desde finales de 2021 viene adelantando lo que parece ser su estrategia para enfrentar las eventuales protestas de las organizaciones sociales: aplicar al dedillo la vieja fórmula de fabricar un adversario a su conveniencia. Dicho de otro modo, crear un rival político fácilmente neutralizable.
La insistencia con la que el presidente Lasso busca estigmatizar y descalificar al presidente de la CONAIE, Leonidas Iza, no es ni una reacción visceral ni una casualidad. Es una estrategia hábilmente diseñada.
La insistencia con la que el presidente Lasso busca estigmatizar y descalificar al presidente de la CONAIE, Leonidas Iza, no es ni una reacción visceral ni una casualidad. Es una estrategia hábilmente diseñada. El Gobierno necesita concentrar en la figura de Iza aquellos elementos que aparecen como un bloqueo intransigente y exaltado a sus iniciativas políticas. De ese modo justifica el discurso de la gobernabilidad y la defensa de la democracia. Es más fácil aislar al dirigente indígena de los sectores medios que hacerlo con el movimiento indígena o con los demás movimientos sociales.
Además, individualizar la ofensiva oficial en contra de los movimientos sociales permite vaciar de contenidos las distintas propuestas estratégicas que nacen de la sociedad civil. Desde el poder es más efectivo descalificar a un dirigente por sus acciones o declaraciones personales que cuestionar un proyecto de transformación profunda de la sociedad. El precio de los combustibles, por ejemplo, es un tema totalmente secundario al lado de la autonomía territorial de los pueblos y nacionalidades indígenas, de la preservación de la biodiversidad o de los derechos de las mujeres. Por eso el régimen prefiere circunscribir la disputa pública al terreno del precio de la gasolina.
Hasta ahora, el Gobierno está alcanzando su objetivo. Para ello cuenta con todos los recursos financieros y mediáticos que le proporciona el manejo del Estado, con el respaldo de las élites y con un ambiente social reacio a cualquier manifestación radical en las calles, estado de ánimo al que ha contribuido la violencia criminal de los últimos meses.
Si Leonidas Iza no logra reposicionar al movimiento indígena –por encima de su imagen personal– como uno de los principales contradictores del Gobierno, sufrirá un desgaste irreversible.
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