
Se ha iniciado un nuevo proceso electoral, esta vez de los gobiernos autónomos descentralizados. En el análisis macroeconómico cotidiano, estos pasan totalmente desapercibidos a pesar de que su gestión resulta igual de trascendente que el gobierno central, y que en su sumatoria contribuye en un muy buen porcentaje a todos los problemas identificados de ineficiencia e insostenibilidad de las finanzas públicas en Ecuador.
En esta materia me pregunto ¿por qué la gestión de una gran mayoría de alcaldías dista mucho de los estándares de eficiencia y eficacia requeridos para catalogarse como un “buen” servicio público? Una gestión de verdadera transformación de las ciudades solamente puede endilgarse, en los últimos tiempos, a León Febres Cordero y Jaime Nebot en la ciudad de Guayaquil, donde se puede afirmar claramente que existe un antes y un después de su gestión. En Quito no se visualiza extraordinarios cambios porque siempre tuvieron buenos alcaldes, y solamente algunas excepciones dejaron su huella distintiva. En Cuenca debemos remontarnos más de 20 años y recordar los nombres de Xavier Muñoz Chávez o Alejandro Serrano Aguilar para poder hablar de verdaderas buenas administraciones públicas. Del resto de ciudades, quizás podamos destacar a Carlos Falquez en Machala y Auki Tituaña en Cotacachi como referentes de administraciones transformadoras de sus ciudades.
Resulta claro que el éxito de la gestión pública depende, en muy buena medida, de las personas que lideran las instituciones, siendo necesario entonces que mejores y más prestantes figuras decidan saltar al ruedo de la política.
El resto corresponde a la propia ciudadanía, en el sentido de saber reconocer a los mejores candidatos y no dejarse engañar de los farsantes y bonachones de discurso fácil y barato. Para ayudar en ello, podemos ajustar el esquema institucional mediante:
• Eliminación del voto obligatorio para evitar que aquella inmensa masa de gente sin mayor cultura política sea presa fácil del populismo y la demagogia, de las obras de relumbrón y hasta de las obritas cercanas de bacheo, calles o parques que son las que finalmente terminan comprando votos en este segmento mayoritario de la población.
• Eliminación de la reelección inmediata para evitar el ciclo político del gasto público y los efectos perniciosos de los presupuestos públicos destinados a la próxima elección, y no a la próxima generación.
• Transparencia en las finanzas públicas, mediante la publicación de indicadores de gestión que permitan establecer un ranking permanente a nivel de todos los GADs.
• Introducir rigurosas metodologías de evaluación de proyectos previa aprobación, para evitar el despilfarro y el mal gasto de recursos. Obras faraónicas, aplanamientos de terrenos de 1500 millones de dólares, tranvías y otras muy malas aventuras no se habrían realizado si los politiqueros de turno tuvieran su contrapeso con sistemas técnicos de evaluación de proyectos. Naturalmente estoy asumiendo que detrás de esto hubo “errores de buena fe” y no la manifiesta corrupción, que es otro cantar.
• Revisar la ley electoral y el financiamiento estatal de las candidaturas. Si bien se han corregido ciertos excesos en las sobre inversiones de campaña y sus posteriores reclamos de réditos, en la práctica ha significado que los que ostentan o están cerca del poder tengan infinitas mayores posibilidades de ganar una elección. Se genera así la persistencia de una casta política, la cual no ha sido buena, por lo menos, pero sí nefasta para el país en muchísimos casos.
Si no queremos terminar nuevamente en el desencanto y el chuchaqui amargo post electoral, esperemos que esta oportunidad la gente vote bien como primer paso y luego considerar las reformas sugeridas.
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