
En buena medida, la historia política del país se halla íntima y férreamente ligada a la historia de las leyes de elecciones, de los sistemas electorales, de las autoridades del sistema y de los procesos electorales. No falta ese puñado de antiguos políticos calificados como los padres del fraude electoral.
Antes se hablaba del Tribunal Supremo Electoral. Ahora del Consejo Nacional Electoral. El hábito no hace al monje. El mejor de los duchazos políticos no lava las conciencias. Y es que en el campo de las elecciones nacionales se ponen en juego no solo los intereses políticos, administrativos del país. Se escenifican los intereses económicos tanto de grupos sociales como de ciertos personajes.
Tan solo desde ahí se pueden entender todos y cada uno de los conflictos que se dan en un proceso electoral. Entre nosotros hay ilustres excepciones que confirman la ley de la corrupción electoral.
Antes se contaban los votos manual y aritméticamente. Hoy es la tecnología la que hace ese trabajo. Pero la tecnología es mucho más manejable que las conciencias. Hoy los miembros de los tribunales electorales cuentan con suficiente tecnología como para alterar muy sabiamente cualquier resultado. Hoy puede triunfar no el que más votos obtiene sino aquel que ha sido destinado al poder por el deseo de ciertos poderes que actúan a la sombra de lo corrupto.
Los intereses políticos siempre han sido capaces de hacer de las suyas. Es que viven absolutamente convencidos de que deben ganar las elecciones a las buenas o a las malas. Para ello se aseguran a la perfección de que el poder electoral sea manejable a su antojo.
Es muy grave que quienes se saben capaces de manipular el sistema informático se hayan convencido de que nada ni nadie los puede delatar. Parecería que ahí no han querido recordar o no han tomado en cuenta aquello de que, enojados los compadres, se confiesan luego las verdades.
¿No pasará, acaso, por ahí lo que acontece en el Consejo Nacional Electoral? Es muy grave que quienes se saben capaces de manipular el sistema informático se hayan convencido de que nada ni nadie los puede delatar. Parecería que ahí no han querido recordar o no han tomado en cuenta aquello de que, enojados los compadres, se confiesan luego las verdades.
Pero también se produce cierta ingenuidad del avestruz que cree que porque oculta la cabeza en la tierra ha desaparecido el peligro. Los niños se tapan los ojos para que desaparezca el enemigo. Por ende, las revelaciones sobre las graves fallas detectadas en el sistema informático que transmitió al país los resultados son tratados como pequeños incidentes sin mayor relevancia.
Ese es precisamente el meollo del problema: las fallas en los procesos electorales en su conjunto son tratados como si fuesen pequeñas fallas del sistema informático cuando en verdad son alteraciones muy graves del sistema ético y político. La primera de ellas consiste en mantener como secreto de Estado las irregularidades que habrían acontecido en el proceso de transmisión de resultados de los últimos comicios.
Cuando están de por medio intereses particulares, no importan las observaciones sobre las fallas y los incidentes producidos en un proceso electoral. Tanto no importan que, sin embargo, se los mantiene en secreto. Porque esa es la manera más sabia de mantener una sociedad alejada de la duda del necesario reclamo.
El país entero fue colocado al margen de los conflictos tecnológicos que se habrían producido al inicio mismo del proceso electoral último.
Y sus responsables farisaicamente se lavan las manos. Y no ha pasado nada. Por lo mismo no hay nada que criticar ni juzgar ni condenar. Más aun, ni siquiera nada que saber, lo que constituye quizás lo más grave.
Pertenece al ámbito de lo corrupto todo aquello que se hace bajo el paraguas del secretismo. Como si los dineros del Estado no fuesen públicos, como si los medios utilizados para garantizar elecciones honestas y confiables no fuesen también públicos tanto como los resultados electorales.
Como si no fuese corrupto incluir en los padrones electorales a ciudadanos fallecidos y además otorgarles el derecho al voto e incluso contabilizarlo al final del día.
Existe una conciencia pública que juzga el bien-hacer y mal-hacer. Por ende, no es ni justo ni sano que ciudadanos que juegan con la ética pública sigan al frente de funciones que sostienen al Estado, su moral y su credibilidad.
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