Para unos pocos, estaría en marcha una maniobra de la derecha universal para homologar a Rafael Correa con Lenín Moreno. Si ambos gobiernos tienen las mismas raíces ideológicas, sus altos funcionarios provienen de los mismos sectores partidarios, si en ambos hay similares prácticas administrativas, ¿qué motivos hay en la gente para creer que estos periodos son diferentes?
Que los principales líderes de la revolución ciudadana estén sentenciados por corrupción y que otros estén fugitivos no significa necesariamente que haya desacuerdos de fondo en sus modelos de administración pública. Sí quiere decir que los detentadores de la autoridad son distintos y que los sentenciados hoy son responsables penalmente por sus actos. Hay que separar a las personas de las ideas.
Justificar la corrupción en estos tiempos de desgracia, y llamar a esto como ideología, sería la metástasis de un agresivo cáncer que se ha tomado una gran parte del cuerpo político nacional. En este momento mucho se encuentra carcomido y hasta se han naturalizado el cinismo y la rapacería. ¿Esto no es acaso un síntoma de la descomposición?
Cuando el campo de la disputa política se divide solo en dos mitades enfrentadas, es más fácil justificar al amado líder o a sus discípulos en sus abusos, excesos o crímenes y hasta de imitarlos. La lucha política es por algo más grande que solamente unos pocos recursos rapiñados del Estado dirán los más fanáticos.
Si el presidente Moreno renunciara a culpar con tanta insistencia a su antecesor, como este lo hizo con la partidocracia y la larga noche neoliberal, entonces habría un nuevo campo de significados con poco espacio para los que reflotan en la victimización.
El sentido común demuestra que ni la derecha ni nadie tiene un plan en contra de Correa. Pero la gente podría creer, sin distingo de sus ideologías, que el gobierno nacional es la prolongación del gobierno de Rafael Correa porque supone la extensión de similares prácticas, pero con otro líder. Si el presidente Moreno renunciara a culpar con tanta insistencia a su antecesor, como este lo hizo con la partidocracia y la larga noche neoliberal, entonces habría un nuevo campo de significados con poco espacio para los que reflotan en la victimización.
Atrás quedarían el correismo o el correato como categorías que podrían estudiarse en el futuro. Sin embrago, hoy aparece una nueva manera para formular un fanatismo específico por una persona sin poder, sin ideas, sin convicciones, sin alma. Que vomita insultos, conspiraciones y resentimientos por las redes sociales. Pocos lo acompañan e imitan y esos pocos extremistas son los rafaelinos. Se trata de una obsesión personal que se despojó de toda forma de ropaje ideológico, si algún día lo tuvo. La demostración es simple.
Dos ejes transversales forman un diagrama al graficar las ideologías de manera general. Centenares de pequeños cuadrados, que se atraviesan y separan dentro de uno más grande que los contiene, son la representación de las distintas ideologías en el mundo occidental.
Pero según los rafaelinos, totalitarios por antonomasia, izquierda y derecha son lo único que pueden mirar en la política. Si el totalitario es izquierdista, todo lo que le parezca discrepante es la derecha universal. Lo mismo sucede en sentido contrario. En este punto desaparecen los matices de cualquier tipo y aparecen las interpretaciones absolutistas hechas por el amado líder.
Es insignificante que la figura más influyente para los rafaelinos crea que la derecha es todo lo que le resulta diferente. Eso no importa. Lo auténticamente riesgoso de esta interpretación simplona de la política es que quede todavía gente que crea apasionadamente que esto es verdad, que sus posiciones se extremen en el espectro de las ideologías, que recluten nuevos adeptos y que este fanatismo sea conducente a legitimar posiciones afines al terrorismo.
@ghidalgoandrade
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