
Ha transcurrido prácticamente medio año desde que el país ingresara en cuarentena. Tiempo inmensamente grande. No solo por el número de meses, sino porque la cuarentena se convirtió en el enemigo del enemigo y en el único refugio con el que se podría contar. El gobierno considera que ya es hora de retornar parcialmente a la normalidad pese a que el mal no haya desaparecido y ni siquiera existan señales claras de que lo hará en el corto plazo.
Alguien ya escribirá un Diario de la peste. Sin embargo, en la realidad, cada ciudadano representa en sí mismo un diario que constituirá parte importante de los archivos familiares y sociales. Innumerables relatos de lo que se ha experimentado, sufrido y esperado a lo largo de este tiempo que ha caminado lento, en unos casos, como en aquellos en los que hubo que sacar los cadáveres a la calle para que los servicios públicos se encarguen de ellos.
No es buena la idea de ir al Ministerio de Salud para informarse bien de lo acontecido. Una de las cualidades que posee el poder es la saber engañar adecuada y oportunamente. Las crisis leídas por el Ministerio difieren en mucho de las vividas por la sociedad. No es que necesariamente tenga fobia a la verdad, sino que se acobarda ante realidades que superan en mucho sus capacidades operativas y de intelección. El Ministerio es un ente político. Al Ministerio le interesa, primero y ante todo, la imagen del poder, lo que a la epidemia ni le va ni le viene. Los políticos no supieron qué hacer con la verdadera verdad de una catástrofe que no pudieron enfrentar adecuada y oportunamente.
¿Que el mal nos encontró desprevenidos? Claro que sí. Pero como a todo el mundo. Pero el hecho de ser tercermundistas implica que necesariamente se está desprevenido. Se diría que en eso consiste precisamente el hecho pertenecer a ese tercer mundo en el que reinan la pobreza, el desorden, la incapacidad de dar cara a la verdad y relacionarse con ella cueste lo que cueste.
En principio, las autoridades no tenían por qué engañarnos de forma tan elemental y grosera como lo hicieron ante la invasiva presencia del mal. Pensar que un país tan tercermundista como el nuestro podía estar adecuadamente preparado para darle la cara al mal y vencerlo constituye una vil charada muy propia de nuestras condiciones sociales, políticas. éticas y económicas.
No es que el ministerio de salud necesariamente tenga fobia a la verdad, sino que se acobarda ante realidades que superan en mucho sus capacidades operativas y de intelección.
Los poderes políticos tienden a protegerse e incluso fortalecerse con el poder destructivo del mal. Es decir, el mal es tan grande que ninguna protección es suficiente para darle la cara y evitar que diezme una población. Por otra parte, si países tan fuertes social y económicamente, como los europeos, fueron incapaces de evitar que el enemigo se ensañe con la población, no se podía esperar algo distinto en el nuestro.
Pero la diferencia abismal fue marcada por la corrupción. Mientras los profesionales de la salud hacían lo imposible para salvar vidas, grupos de malhechores, capitaneados por ciudadanos que incluso fueron alcaldes y hasta presidentes del país, convirtieron al mal en la oportunidad calva de enriquecerse. Vileza que desnuda ese submundo perverso que forma parte de nuestro quehacer social.
La historia de las pandemias es tan antigua como la misma humanidad. Hasta el siglo XIX todas fueron interpretadas como producto de la ira de Dios. Cuando los fanáticos pensaron que los llamados santos lugares serían reconquistados por un ejército de niños y jovencitos, todos ellos murieron víctimas de la peste. Ese mismo Dios los había castigado. En nuestros días no faltan quienes poseen similares criterios y actitudes. El deus ex machina sigue formando parte de nuestra idiosincrasia.
Las pandemias han cumplido y seguirán cumpliendo su ancestral libreto de aparecer el rato menos pensado e invadir una ciudad, una región un país. Ya no se menciona al dios malo y perverso. Pero sí se piensa en las políticas nacional y mundial que no toman las medidas necesarias y oportunas para evitarlas. China no puede guardar silencio y engañarnos con sus sofismas.
Cuán indispensable resulta fortalecer los servicios de salud pública del país. Ya es hora de que se propongan y se ejecuten programas que lo revitalicen y lo modernicen. Seguramente ha llegado el tiempo para que el Ministerio de Salud abandone las actitudes mendicantes y se fortalezca de tal manera que sea capaz de responder al mal por sí mismo y a nuestro nombre. A esto habría que añadir un sistema de educación en salud que forme parte del sistema curricular obligatorio. Justamente es esto lo que se esperaría en el período de la post pandemia.
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