
Nuestro acontecer personal y social se halla necesariamente marcado por una ética que lo valora como adecuado o inadecuado, bueno o malo. Porque nada de lo que hacemos en el campo social puede dejar de repercutir en los otros. No vivimos aislados. Formamos parte de complejas redes familiares y sociales. Somos multitud.
Nadie puede legítimamente vivir al margen de este ordenamiento real y simbólico que nos hace. Por ende, la salud y la enfermedad, el bienestar y el malestar forman parte trascendental de las complejas construcciones sociales que nos hacen a todos. Nadie puede considerarse independiente de los otros. De alguna manera, cada uno podría decir de sí mismo: soy multitud. La soledad es muy mala compañera
Los otros me hacen. Por ende, también soy los otros. Ya no es dable mirar el mundo desde una simplona sociología de un grupo original. Por ende, hacemos parte de una compleja mutuidad significante que, cuando se rompe, podría producir una suerte de cataclismo social y moral.
Situaciones como las del coronavirus ponen al descubierto la complejidad de las relaciones sociales, marcadas y sostenidas por un sinnúmero de realidades y variables seguramente inimaginables. Se trata de situaciones tan nuevas que incluso escapan a toda comprensión. Aparentemente rebasarían toda lógica común, como por ejemplo obligar a que permanezcan en casa incluso aquellos que carecen de casa.
De hecho, el país, cada familia, cada ciudadano podría hablar de un antes y un después. El mundo que vivimos actualmente no es el mismo. Se trata de la presencia de un mal cuyos poderes de significación son y seguirán siendo impredecibles e inapelables.
No se trata solamente de los cambios económicos. También están los sociales y los éticos. Y probablemente sean estos los más difíciles de entender y de asumir. Desde el primer día de la epidemia, lo único que nos protege y nos salva es la ética del bien común, aquella que tiene que ver con la solidaridad.
En un muy pequeño local, la policía encuentra a casi medio centenar de hombres y mujeres que se divierten a puertas cerradas. Por cierto, no están prohibidos ni el divertimento ni la alegría. Pero sí esa clase de reuniones en las que el virus encuentra su perfecto caldo de cultivo. Esas reuniones van contra la ética porque se realizan a espaldas de las normas y porque no cuidan el bienestar ni personal ni colectivo.
el país, cada familia, cada ciudadano podría hablar de un antes y un después. El mundo que vivimos no es el mismo. Se trata de la presencia de un mal cuyos poderes de significación son y seguirán siendo impredecibles e inapelables.
Sin embargo, los asistentes se preguntan: ¿quién es ese otro que efectivamente se preocupa de nosotros y del cual deberíamos preocuparnos? Para no pocos de aquí, allá y más allá, no existe respuesta alguna válida.
Como nunca antes, cada uno es esa la multitud. Esta es la nueva ética que rige el mundo.
De todas maneras, reconocer que no está prohibida la alegría, pero sí el que se la use como pretexto para esos quemeimportismos que tienen mucho de infantil y no poco de perverso. Porque la necesidad de diversión podría convertirse en una suerte de pretexto para dar curso a antiguas rebeldías reprimidas. De hecho, hay quienes se hallan tomados por una especie de urgencia de vengarse de una sociedad vivida como esencialmente injusta y ominosa.
No solamente que se enfrentan a lo estatuido, también pretenderían dar cuenta de que en ellos el valor de la salud, del bienestar y de la misma vida está en quiebra. Primero nos divertimos como Dios manda, luego hablaremos del orden y la salud, se dirían, quizás demasiado conscientemente.
Para no pocos, en tiempos de pandemia, se impone la ética del quemeimportismo. Así se construye una suerte de enfrentamiento absolutamente real con los ordenamientos simbólicos de la sociedad en los que la protección personal y el bienestar colectivo juegan un papel preponderante. Hay grupos que siempre remarán contra corriente. Desde luego, estas actitudes no son ni tan gratuitas ni tan patógenas como se creería.
Los otros somos nosotros mismos, se dirían. En este salón de baile en el que no cabe ni un alfiler más y está herméticamente cerrado para que no entre la ley por ningún agujero posible, mandan nuestros deseos. Además, parte importante de la diversión es nuestro ancestral quemeimportismo. Piensan y actúan: el poder somos nosotros y nuestros deseos: no estamos apiñados en este pequeño local tan solo para divertirnos sino también para mostrarnos en tanto rebeldes.
Por desgracias, estas actitudes son irrevocables por sus ancestrales raíces. Por ende, ciertos órdenes sociales sencillamente no les pertenecen.
Sin embargo, el poder social no puede renunciar a su obligación de precautelar el bienestar colectivo, de manera particular el de los rebeldes.
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