
Master en Desarrollo Local. Director de la Fundación Donum, Cuenca. Exdirigente de Alfaro Vive Carajo.
La política ecuatoriana es el arte de enredar los derechos para apuntalar el poder. Basta que un proceso democrático empiece a ocupar el espacio público para que los operadores políticos reaccionen e intervengan, para que apliquen los tradicionales mecanismos de control.
Así sucedió con la consulta propuesta por el movimiento Yasunidos. Cuando la iniciativa había generalizado la simpatía ciudadana, la metieron en la maraña institucional. Más que el Gobierno, eran los grupos de poder los que miraban con recelo una novedosa forma de acción colectiva que amenazaba con desbordar las prácticas convencionales de la política.
Así podría suceder con las consultas para defender la naturaleza de la depredación minera. Las empresas mineras están aterradas con la posibilidad de que se construya un imaginario colectivo alterno al progreso tecnologizado y consumista. Ya han activado innumerables dispositivos burocráticos para tergiversar y neutralizar las luchas ambientales. Hasta los ministros de Estado han adherido a un discurso que pretende justificar una visión restringida y egoísta del bienestar general. No quieren una democracia que contraponga los derechos colectivos al interés particular de los grandes negocios.
La respuesta de la Asamblea Nacional frente a las propuestas para desaparecer o limitar las funciones del Consejo de Participación Ciudadana y Control Social (Cpccs) va por el mismo camino. Los grupos parlamentarios reaccionaron únicamente cuando se percataron de la aceptación que tienen las eventuales consultas populares gestionadas desde grupos ciudadanos.
Si, en efecto, hubieran estado preocupados por la crisis institucional que genera el Cpccs, habrían tomado la iniciativa hace un año, cuando Julio César Trujillo planteó la eliminación del organismo. Con eso quizás nos habríamos ahorrado una contaminación electorera del proceso.
Si, en efecto, hubieran estado preocupados por la crisis institucional que genera el Cpccs, habrían tomado la iniciativa hace un año, cuando Julio César Trujillo planteó la eliminación del organismo. Con eso quizás nos habríamos ahorrado una contaminación electorera del proceso.
Hoy, la situación se complica, porque la decisión de los asambleístas de incorporar en su agenda el tratamiento del tema cae directamente en el campo de los cálculos electorales. Es la mejor estrategia para neutralizar una demanda democrática que tiene enorme aceptación social. Y que, por lo mismo, trasciende la mirada inmediatista y parcial de los actores políticos formales.
En ese sentido, las acciones que tomen los asambleístas dependerán de las previsiones que hagan los grupos de poder en función de los próximos escenarios. A algunas fuerzas políticas les convendrá mantener el Cpccs tal como está, en la perspectiva de cooptarlo desde un nuevo gobierno; a otras les interesará modificarlo en función de su real capacidad de negociación, para luego influir en su manejo; a otras les interesará sustituirlo por organismos que rediseñen el esquema del poder estatal. Lo fundamental es no perder el control.
La Real Academia de la Lengua ya debería incorporar en el diccionario la palabra piramidar. Y no solo para fines policiales, sino sociológicos. Es el término más preciso para describir el proceso mediante el cual el poder político siempre se concentra, se elitiza y se opaca. Una vez ensartados en la estructura oficial, los políticos absolutizan los acuerdos tras bastidores. La reserva es la única posibilidad de justificar su dominio.
Así, una aspiración ciudadana coherente y sentida como la desaparición del Cpccs puede terminar atorada en el berenjenal de los intereses privados.
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