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10 de Abril del 2019
Ideas
Lectura: 8 minutos
10 de Abril del 2019
Fernando López Milán

Catedrático universitario. 

Crímenes de clase
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La actuación dolosa de la Policía obedece, entre otras causas, a la penetración, ya histórica, de intereses privados en las entidades públicas.

El caso de Carolina, cuyo cuerpo —violado y torturado— fue arrojado por sus asesinos a un terreno baldío, revela que, en Ecuador, el crimen organizado es una variable decisiva en la actuación de la policía, los jueces y los fiscales a la hora de investigar y sancionar los delitos. Muestra, también, que estas actuaciones están influidas por la clase social a la que pertenecen las víctimas. Víctimas, además, de ciertos delitos que no afectan, o muy poco, a aquellos grupos situados en los estratos superiores de la sociedad.

Sí, hay crímenes de clase, y la actuación de la fuerza pública y las autoridades judiciales está condicionada por el grupo social al que la víctima pertenece. Se trata, ciertamente, de una continuidad histórica, de una forma de proceder frente al delito para la que la sabiduría popular acuñó la frase “la justicia —es decir, la sanción— es solo para los de poncho”.

Los autores directos de estos crímenes son, por lo general, gentes que pertenecen a la misma clase de la víctima, pero los usufructuarios del delito son, muchas veces, personas ricas y poderosas. Así ocurre con la explotación sexual de niños y adolescentes y con la pornografía infantil.

Para enfrentar estos delitos, en el país, hay una justicia de clase. La importancia que la Policía y las autoridades dan a los crímenes contra personas pobres y sin influencia es muy baja. Más aún, cuando los criminales tienen una alta posición social y dinero.

¿De dónde viene Carolina? No viene de la González Suárez.

¿Dónde reclutaba a sus víctimas “Careniña”, el criminal? En el Comité del Pueblo.

¿De dónde viene “El Abuelo”, el líder de la banda?  De Texas, y ocupa un puesto importante en una empresa internacional, que provee de insumos a Petroamazonas.

En el caso de Carolina, al parecer, la influencia del “Abuelo” en la Policía impidió que la investigación del crimen siguiera el rumbo debido. Los miembros de esta institución, concretamente de la Dirección de Delitos contra la Vida (DINASED), acudieron al lugar donde fue arrojado el cuerpo de Carolina, gracias a la información de una vecina del Comité del Pueblo.

La importancia que la Policía y las autoridades dan a los crímenes contra personas pobres y sin influencia es muy baja. Más aún, cuando los criminales tienen una alta posición social y dinero.

Una vez que conoció el informe del forense, en el que se señalaba que la muerte de Carolina había sido violenta y que la víctima mostraba “golpes en la cara, tórax y extremidades; sangre en toda la superficie del páncreas; un edema agudo de pulmón; hematomas y desgarres en las partes íntimas de la víctima (vagina y ano)” (Diario El Comercio), la DINASED declaró que la muerte de Carolina obedecía a causas naturales y que, por lo tanto, no le correspondía iniciar una investigación.

La actuación dolosa de la Policía obedece, entre otras causas, a la penetración, ya histórica, de intereses privados en las entidades públicas, las cuales, se entiende, deben procurar la satisfacción del interés general. Este problema se vuelve especialmente grave cuando de la separación de lo público y lo privado depende la seguridad de los ciudadanos y la operación adecuada del sistema de justicia. El “Abuelo”, según el portal Plan V, formaba parte de un grupo de empresarios petroleros que financiaban obras sociales del Grupo de Intervención y Rescate de la Policía (GIR).

Las “ayudas” de este tipo generan obligaciones en los beneficiarios. Obligaciones que se pagan usando las capacidades que las instituciones del Estado deben emplear en el servicio público, en favor de intereses particulares, entre ellos, los del crimen organizado. De hecho, la entrega de favores -a veces no solicitados- a los funcionarios públicos es una de las formas de actuar propias de las organizaciones criminales. Y lo son, también, las amenazas y el uso discrecional de la violencia.

La capacidad de generar miedo no por el uso de la fuerza, sino por la posibilidad de usarla, es una de las características que distingue al crimen organizado del delito común. Según el testimonio de una de las víctimas de la banda del “Abuelo”, ella y su familia fueron amenazadas para que no denunciaran la violación de la cual la chica fue objeto y debieron cambiar de barrio. Periodistas del diario El Comercio, que entrevistaron a la madre de Carolina, fueron, también, acosados y amenazados por desconocidos.

La reproducción e incremento de los crímenes de clase se ven alentados por la impunidad. Esta acentúa, entre los delincuentes, la convicción de que las víctimas actuales y potenciales son recursos de libre disponibilidad. Y de que su deseo o la medida de su deseo determina la naturaleza y alcance de sus acciones. Actuando así, los delincuentes ponen en cuestión uno de los principios esenciales de la convivencia en un Estado de Derecho: el reconocimiento de la dignidad intrínseca de los seres humanos.

Para los delincuentes, sus víctimas son seres sin dignidad; instrumentos que pueden desecharse cuando ha terminado su vida útil. Cuando dejan de ser útiles o amenazan los intereses de la organización o desafían la autoridad, las víctimas son dadas de baja: más en el sentido de los muebles o los cacharros que en el sentido policial o militar. Arrojar a los ajusticiados en basureros o terrenos baldíos es un símbolo del significado que estos tienen para los delincuentes.

El crimen de clase se basa en la conciencia de la “indignidad esencial” de quienes pertenecen a esta. Los criminales se sienten superiores a ellos. ¿El “Abuelo” habría cometido los mismos crímenes que cometió en Ecuador en Estados Unidos? Es posible que no, como suele ocurrir con los turistas sexuales que viajan a países del Tercer Mundo para hacer lo que no se atreverían a llevar a cabo en sus lugares de origen.

La Policía y las autoridades judiciales comparten la visión que los delincuentes tienen de sus víctimas y, por esta razón, al crimen de clase responden con la justicia de clase, es decir, con una justicia que no es más que dilación, desinterés, maltrato, impunidad. Es tiempo ya de romper el paradigma clasista que impera aún en el sistema de justicia ecuatoriano, y de definir una política pública consistente que cree las condiciones necesarias para hacerlo.

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