
¿Legitimar por inacción a delincuentes con uniforme? ¿O separarlos jurídicamente de sus instituciones y combatirlos al amparo de la ley? En este tema no hay disyuntiva, porque uno de los mayores retos para la sobrevivencia democrática de todo Estado es mantener a sus fuerzas públicas lo más lejos posible de cualquier contaminación del crimen global.
Pero si un país no toma en serio su tarea de depurar, bajo mando civil, a sus ejércitos, policías o guías penitenciarios, el duro precio a pagar será la sangre de una ciudadanía expuesta a varios fuegos cruzados. Porque toda estrategia de lucha contra el narcotráfico, sin inteligencia preventiva, sin análisis prospectivo y que sea planteada únicamente como una acción de guerra es, desde ya, una batalla perdida.
Solo los traficantes de armas –los de cuello blanco y los que se disfrazan de guerrilleros– salen ganando, en el mediano plazo, en una guerra contra el narcotráfico. Los capos, en muchos casos, tienen un poder –económico, político y bélico– mayor que el de las fuerzas armadas de ciertos países. Y la situación es de una crudeza absoluta en naciones cuyos gobernantes pactan con el crimen para pacificar coyunturalmente a las ciudades más conflictivas. La factura la pagará el próximo gobierno y la sociedad en su conjunto.
Cuando se habla de infiltraciones del narco en la fuerza pública no se puede hablar, obviamente, de una generalidad. Pero basta que los capos toquen a unidades élite para que la ilusión de la seguridad del Estado caiga como un castillo de naipes. Pablo Escobar, por ejemplo, pagaba un sueldo a buena parte de la Policía en Antioquia. Por eso, cuando un oficial recto quiso sanear esa putrefacción, los capos hablaron en su único lenguaje: mataron con 38 balazos al coronel Valdemar Franklin Quinteros, comandante de la Policía de Medellín. En ese entonces, 1.700 oficiales tuvieron que ser separados de la fuerza por tener vínculos con los narcos.
Una pregunta no menor al respecto es saber quién extorsiona primero a quién. De su respuesta también depende imaginar los cientos de miles de dólares que pueden circular en una sola semana, entre las rejas de una prisión o en los retenes de carretera para control de armas, narcóticos, minería ilegal o madera.
Cuando los capos han cooptado solo a ciertos eslabones menores de las fuerzas públicas pareciera que se está a tiempo de detener una catástrofe nacional. Pero para ello urge romper las economías extorsivas que perpetúan toda relación cooperativa delincuencial y evitar, así, que las ‘escalas de precios’ suban al punto de alcanzar y seducir a otros estamentos de la seguridad del Estado.
Una pregunta no menor al respecto es saber quién extorsiona primero a quién. De su respuesta también depende imaginar los cientos de miles de dólares que pueden circular en una sola semana, entre las rejas de una prisión o en los retenes de carretera para control de armas, narcóticos, minería ilegal o madera. Por eso, es clave detectar y extinguir los circuitos financieros que surgen de estas transacciones irregulares, antes de que lleguen a la economía formal convertidos en celulares de alta gama o en autos todoterreno del año.
¿En qué nivel de afectación se encuentra actualmente la fuerza pública de Ecuador? ¿Qué dicen, al respecto, los arsenales bien escondidos en las cárceles del país? ¿Cómo es posible que se roben miles de dólares, evidencia de una operación contra el crimen, de la propia custodia policial? ¿O cómo entender la destrucción del radar de Montecristi? ¿Fiscalía y Justicia van a la par de los esfuerzos de FF.AA. y Policía para depurar sus filas y judicializar a quienes traicionaron su misión? ¿Fiscalía y Justicia están haciendo el mismo ejercicio entre sus despachos y juzgados?
De los actores políticos poco se puede esperar en este debate, aunque son ellos quienes debieran ser una cantera de ideas para derrotar democráticamente a los capos. ¿O es que hay tantos rabos de paja que no son representantes de sus comunidades sino de los carteles que controlan sus territorios?
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