Master en Desarrollo Local. Director de la Fundación Donum, Cuenca. Exdirigente de Alfaro Vive Carajo.
Los sectores de la salud y la educación jamás deberían ser declarados en emergencia, porque son servicios fundamentales para garantizar mínimas condiciones de vida a la población de cualquier país. Ambos sectores deben regirse por políticas de Estado de largo plazo, con presupuestos intocables y con lineamientos estratégicos. Inclusive frente a una amenaza impredecible como la pandemia del Covid-19, se supondría que el Estado está en condiciones de evitar el colapso de los servicios. Cuando la salud entra en emergencia significa que el país en su conjunto ha fracasado.
No es la primera vez que el Ecuador tiene que responder de manera atropellada a una crisis. La improvisación se ha convertido en un recurso endémico de los gobiernos de turno. Y el mayor problema es que la improvisación abre las puertas a irregularidades de todo tipo. La más común, la corrupción. Cada declaratoria de emergencia termina con unos mega escándalos a propósito del manejo doloso de los recursos públicos.
Ninguna autoridad, sin embargo, asume el problema de fondo. El principal problema del sector de la salud pública no es la carencia de medicamentos, ni el déficit de infraestructura hospitalaria, ni la falta de personal médico. Estos son epifenómenos de una falencia estructural. Si la salud recae cada cierto tiempo víctima de las mismas deficiencias es porque ha sido convertida en un negocio. Y, como todo negocio, está atravesada por el juego de los intereses particulares.
Analicemos el caso de los medicamentos. ¿Quién termina beneficiándose con las gigantescas compras públicas? En primer lugar, las corporaciones farmacéuticas transnacionales, que siguen monopolizando la producción de fármacos a nivel mundial.
La descomercialización de la salud debería constituirse en una norma de carácter global. Inclusive hay países capitalistas –como los nórdicos– donde esta condición es una realidad.
Luego, las mafias enquistadas en los sistemas de compras del Ministerio de Salud y del IESS, reciben una tajada del gasto por su intermediación o palanqueo. Estas prácticas no solo han sido ampliamente denunciadas a la opinión pública, sino que están siendo investigadas por la Fiscalía General del Estado. Y al final de la cadena están los usuarios, que agradecen por la disposición de medicamentos sin estar conscientes de que, al final de cuentas, ellos están pagando por estos insumos.
La trampa de las emergencias en el sector salud es que terminan legitimándose gracias a la complacencia de una ciudadanía acuciada por la necesidad. A los usuarios de la salud poco o nada les importa que detrás de estas acciones existan sobreprecios, negociados y hasta crímenes atroces, como los oscuros actos de sicariato en contra de dos funcionarias del Ministerio de Salud en las calles de Guayaquil.
La descomercialización de la salud debería constituirse en una norma de carácter global. Inclusive hay países capitalistas –como los nórdicos– donde esta condición es una realidad: los servicios de salud son gratuitos y universales. Algunos argumentarán que el Ecuador no es Suecia. Sí, pero tampoco tiene que ser un mercadillo.
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