
Aun cuando en principio todo decir debería constituir un decir de verdad, en la práctica tal relación ni se ha dado ni se da ni se dará necesariamente. Al contrario, posiblemente la primera duda que surgió en la humanidad fue sobre la veracidad de la palabra del otro que posee poder. De hecho, parecería que las primeras respuestas a las preguntas originales no fueron precisamente sustentadas en la verdad sino en el engaño. Las preguntas surgen en los débiles. Las respuestas provienen del poder. Y por su parte, al poder le corresponde, casi como derecho irrenunciable, la inmensa capacidad y el irrenunciable privilegio de engañar.
El poder se mueve de un lado a otro. Recorre el país, desde las grandes urbes hasta los pueblos olvidados de dios y del diablo. Poder eminentemente mimético: disfraza su palabra de conformidad al lugar en el que se encuentre. Se trata de uno de sus irrenunciables privilegios. Desde ahí, con infinita fluidez se transforma en profeta, en sabio y casi en el dios al que todos deben no solo reverencia sino también y sobre todo sometimiento.
Su palabra constituye la representación mágica de este poder. La palabra mítica con la que se creó de la nada el mundo: el bien y el mal. Luego, los infames dijeron que todo poder venía de dios, con lo que se aseguraban tanto la fe en el otro el sometimiento irrestricto a su palabra. Desde entonces, no existe mayor esclavitud que aquella que tiene que ver con la palabra del otro. E inclusive con el sometimiento a la propia palabra a la que la convertimos en amo y señor de la vida.
¡Cómo maneja el poder el don de su palabra, cómo lo usa a discreción para prometer, ofrecer y asegurar todas las bienaventuranzas al país, a pobres y ricos, a buenos y malos, a libres y a esclavos! ¿Esclavos? Desde luego que sí: el país está habitado por millones de esclavos. La esclavitud de la pobreza y de la ignorancia. La esclavitud a don dinero cuya imagen más preclara se halla en el templo de la corrupción. La ominosa esclavitud a la palabra del otro del poder. Sin estas esclavitudes no habría lugar para tiranía alguna, no se habrían dado situaciones como las que produjo el correato. La esclavitud al dinero mal habido. La esclavitud a la corrupción.
El poder se mueve de un lado a otro. Recorre el país, desde las grandes urbes hasta los pueblos olvidados de dios y del diablo. Poder eminentemente mimético: disfraza su palabra de conformidad al lugar en el que se encuentre. Se trata de uno de sus irrenunciables privilegios.
Es este el escenario del teatro sociopolítico: casi cada día aparece alguien del régimen, comenzando por el mismo presidente Moreno anunciando el advenimiento de la salvación Es admirable su capacidad de crear mundos de palabras bañadas no solo de entusiasmo sino también de cierto don de certeza profética, casi como esas voces de las que hablan las antiguas escrituras, esas que crearon el mundo con el solo poder de su pensamiento.
Pensamiento mágico del poder convencido de que con solo hablar, denunciar y prometer se producen los cambios trascendentes. Pero el país ya no está en aquellos tiempos en los que, con total aberración, se decía “dadme un balcón y volveré a ser presidente y crearé la salvación”. Y peor todavía cuando una buena parte del país todavía cree en la existencia de redentores vestidos de presidente.
Es lo que en verdad nos acontece. Por todas partes el poder anda prometiendo la bienaventuranza, la honorabilidad, el castigo a los corruptos, un nuevo régimen de verdad y de honorabilidad. De esta manera no se dice, se omite, se niega que también se vive en un mundo en el que siguen habitando, dirigiendo y decidiendo personajes del antiguo régimen que, se acepte o no, poseen poderes que nadie les ha quitado.
La palabra crea el bien por doquier. Comenzó el año lectivo y seguramente todos los niños y muchachos del país tendrán una educación de calidad. Todos los establecimientos educativos responderán a las necesidades de las nuevas juventudes. Maestras y maestros responderán adecuada inefectivamente a las exigencias de la contemporaneidad. Y ninguno de ellos usará su poder para someter, injuriar o abusar sexualmente.
Y por sobre todas las cosas, a cada quien le corresponde comerse innumerables muelas de molino sin siquiera atorarse: todos los corruptos serán juzgados y sentenciados. Quienes ahora sirven al Estado tienen las manos limpias y las conciencias pulcras como de niños recién nacidos, sin huella alguna del pecado original de sus propios orígenes. Como si nadie se acordase ya del correísmo que no cesó de hablar del paraíso para ocultar el infierno de la más grande de las corrupciones de que tiene memoria el país.
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