Master en Desarrollo Local. Director de la Fundación Donum, Cuenca. Exdirigente de Alfaro Vive Carajo.
El camino al descalabro nacional está empedrado de constituciones. Unas buenas, otras abiertamente nocivas, y la mayoría mediocres. Pero ninguna con la consistencia suficiente como para apuntalar una auténtica democracia.
La Constitución alfarista de 1906 fue el mayor intento por consolidar un régimen laico en el Ecuador. Entre otros avances, empezó retirando a Dios del preámbulo. Seis años después de su aprobación, el laicismo caía inmolado en la hoguera bárbara de El Ejido. Sin embargo, la Constitución continuó vigente durante 22 años (la más duradera de nuestra historia), pero no para profundizar los cambios propuestos por el Viejo Luchador, sino para justificar una seguidilla de gobiernos que, a nombre del liberalismo, entronizaron el fraude electoral y la corrupción
Hoy, la aplicación de la muerte cruzada nos vuelve a enfrentar con el viejo fantasma del fetichismo jurídico. Es decir, con esa convicción generalizada en la facultad casi mágica de las leyes para transformar la realidad. Colocar la carreta delante de los bueyes.
Creer que un marco constitucional tiene la capacidad para alterar la realidad social implica desconocer por completo la cultura política nacional. Lo estamos comprobando a propósito de la última crisis política: las innumerables irregularidades que contenía la iniciativa de juicio político en la Asamblea Nacional fueron respondidas por el presidente Lasso con igual número de anomalías. El mutuo desacato marcó la tónica del atropello a la ley. Al final se impuso la autoridad de las Fuerzas Armadas, pese a que la propia constitución insiste, por enésima vez, en su carácter no deliberante
Las únicas leyes que se sostienen en el tiempo son aquellas que se derivan de una realidad concreta, de hábitos enraizados en el seno del pueblo, de procesos sociales dinámicos.
El divorcio se aprobó en el país para regularizar las separaciones de hecho que empezaron a proliferar como resultado de la modernización. El Ejército y el Banco Central se crearon para evitar los caudillismos militares y financieros que retaceaban al país. La fundación del IESS respondió a una necesidad concreta del desarrollo capitalista.
Pero a pesar de las amargas experiencias, últimamente se ha vuelto a alborotar la tentación constituyente. Y las sugerencias provienen de los sectores o grupos más insospechados. El borra-y-va-de-nuevo y la democracia de la demolición pretenden exorcizarnos una vez más de nuestros fracasos institucionales. En lugar de plantearse un debate serio sobre las reformas a la actual constitución, como correspondería a una República moderna, se acondiciona el escenario para la aparición de los nuevos doctos, demagogos y refundadores de la patria ansiosos por su cuarto de hora de fama. Nada novedoso saldrá de esa eventual aventura.
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