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17 de Noviembre del 2015
Ideas
Lectura: 7 minutos
17 de Noviembre del 2015
Rodrigo Tenorio Ambrossi

Doctor en Psicología Clínica, licenciado en filosofía y escritor.

Del caudillismo y sus riesgos
Los países democráticos aprendieron que no existe enfermedad social y política más grave que el caudillismo que, casi siempre, se ha disfrazado con los vestidos de la democracia y hasta de la bondad para que no aparezca el verdadero cuerpo del dictador omnipotente adueñado de bienes y personas.

La constitución de la República es clara y terminante: no a la reelección indefinida de  autoridades como el presidente de la República, los asambleístas, alcaldes, etc. De manera sabia, permitió una sola reelección inmediata porque es lógico que en ocho años en el poder se podrían concluir muchos proyectos y dejar otros en buen camino. Pero la reelección indefinida es uno de los grandes y peores males que le pueden acontecer a un país porque, de manera inmediata, se pasa del presidencialismo al caudillismo. Por cierto, no existe peor mal para una nación que el caudillismo del que ya tienen una experiencia muy dolorosa varios países de nuestra América. La figura del caudillo se halla presente desde los comienzos de nuestra aun corta vida democrática.

¿Cómo olvidar los grandes caudillos que enfermaron de perenne corrupción al Estado mexicano y de lo que aun no se ha curado? ¿Y Juan Domingo Perón que no quería que se lo mire como el presidente  de Argentina sino como su Conductor y su eterno salvador y que hasta fue capaz de construir el gran mito con su esposa para que el poder se vista de ese halo de feminidad, de cierta dulzura y casi de santidad? ¿Y el "Benefactor de los dominicanos", como se auto titulaba el famoso dictador Rafael Leónidas Trujillo? 

Los países democráticos aprendieron que no existe enfermedad social y política más grave que el caudillismo que, casi siempre, se ha disfrazado con los vestidos de la democracia  y hasta de la bondad para que no aparezca el verdadero cuerpo del dictador omnipotente adueñado de bienes  y personas. El término caudillo proviene del latín caput que significa cabeza.

El caudillo se convierte, en consecuencia, en la cabeza del país, es el único que piensa, el único que manda, el único que sabe del bien y del mal, de lo correcto y lo incorrecto. El caudillo se rodea de asesores a los que paga bien para que orquesten sus decisiones, sus abusos, sus prebendas, sus iras, sus odios y sus amores. Se trata, en consecuencia, de alguien que se apropia del país y lo convierte casi en su propiedad privada.

Sin embargo, el caudillismo es como un terremoto que arrasa con toda la institucionalidad del país. De hecho, el caudillo se apropia de los regímenes jurídicos, comunicacionales, educativos, económicos y de control.  En el más estricto sentido, en  sus manos se hallan  las riendas del Estado y las determinaciones sobre el bien y el mal.  Nada se dice, se piensa, se hace o se proyecta sin contar con su anuencia. Por el contrario, si alguien se atreviese a hacer algo a sus espaldas, sería inmediatamente eliminado en el campo político e incluso, en el peor de los casos, hasta físicamente. Esas muertes suelen aparecer como accidentes o como si hubiesen sido producidas por la violencia social.

Como no da cuenta a nadie de sus acciones y proyectos ni del manejo de los dineros del Estado,  como todo se halla bajo su control, vive y gobierna como una especie de emperador al que todos deben sometimiento y pleitesía. De hecho, el origen del caudillismo se halla en el apego enfermizo al poder. De tal manera se ha identificado con los actos de poder, con sus beneficios y con su magnificencia, que termina finalmente apoderándose de todo hasta convertir esos infinitos beneficios y dones en parte sustancial de su existencia, en el aire que respira, en la sangre que riega su cuerpo, en el alimento de su existencia.

Como todos los caudillos hispanoamericanos del siglo pasado, el caudillo sabe rodearse de un bien elegido grupo de servidores a quienes honra con cargos y prebendas e inclusive, en algunos casos, con  alabanzas destinadas a que incluso  aparezcan como si en realidad fuesen sabios y de manera muy especial muy honorables. Pero todos ellos saben que su existencia social y política depende única y exclusivamente de esa suerte de placet otorgado por el único y verdadero dueño de sus vidas sociales, políticas y económicas. Cuando estos otros hablan, lo hacen exactamente como el muñeco del ventrílocuo que hasta se permite enfrentarse a su único y verdadero dueño. Enfrentamientos programados, que siempre terminan en los grandes actos de reconocimiento de su sometimiento al gran Amo.

Parecería que en la práctica de la cotidianidad, les agrada el calificativo de caudillo al que, desde luego, lo han despojado de toda aquella semántica que habla de poder abusivo, prepotente e incluso ilegítimo. Porque acontece que al término se le realiza frecuentes infusiones de democracia hasta que, en ciertos momentos, incuso el concepto de caudillo adquiere un significado privilegiado que honra al  demócrata que saca a su pueblo del desierto de la pobreza y lo conduce al paraíso de las riquezas contemporáneas.  Por lo mismo, la posición de caudillo ni se improvisa ni puede ser asumida por cualquier político. De hecho, exige la posesión de ciertas cualidades que, en cierta medida,  rozan lo excepcional.

Serían precisamente estas cualidades las que terminarían justificando los abusos de poder y las posiciones sociales ambivalentes. Es decir, la presencia de aquellos que lo consideran salvador y benefactor y la de otros que lo colocan en el campo del abuso de poder y al borde de la tiranía.

¿Ha pretendido el presidente Correa convertirse en un caudillo o ya se considera tal? Pregunta compleja pero que quizá se resuelve, por oposición, con la definición que de caudillo da Max Weber y en la que, ciertamente, el presidente  no se hallaría  involucrado: “insólita cualidad de una persona que muestra un poder sobrenatural, sobrehumano o al menos desacostumbrado, de modo que aparece como un ser providencial,  ejemplar o fuera de lo común, por cuya razón grupa a su alrededor discípulos o partidarios”.  Quizás lo único que se rescataría sería el que ha logrado que todo el movimiento Alianza PAIS se someta él de manera absoluta e irrestricta y desde ahí, todos los poderes del Estado a los que ha convertido en parte de su botín político y casi en objeto de su propiedad.

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