
Es preciso confesarlo, me sentí profundamente conmovido cuando, una vez dictada la sentencia condenatoria en la audiencia de juzgamiento, acto seguido, se lee la carta del Controlador General del Estado en la que, haciendo una demostración de infinita magnanimidad, tolerancia y generosidad retira los cargos levantados contra los integrantes de la Comisión Anticorrupción. Los perdona. No ha pasado nada. Ya no irán a podrirse en la cárcel ni tendrán que vender hasta el apellido para lograr el monto de la pena impuesta. ¿Fue jurídico este acto? Porque de moral no posee nada.
Cómo no sentirían ellos, los condenados, una infinita gratitud ante semejante acto de benevolencia, de tolerancia y hasta de piedad cristiana. El acusado por la Comisión no ofreció la otra mejilla porque no lo permite su honor y su rango. Pero perdonó a sus acusadores. Esta magnanimidad lo exalta mucho más que el fallo judicial en su favor. En adelante, la Comisión Anticorrupción ya no tendrá ni cara ni palabra para intentar acusar nuevamente, si fuese el caso, a este benigno Contralor que ha librado a sus miembros del pago de multas prácticamente imposibles para sus bolsillos de ciudadanos sencillamente honestos. Ahora los tiene en el bolsillo.
La perversa santidad del poder cuando con ciertos actos y actitudes, como la de perdonar supuestas ofensas, se coloca sobre los otros para dominarlos de otra manera, de una manera que tiene que ver con el orgullo del poder que no puede ser humillado por ciudadanos de a pie. El humilde no tiene poder para perdonar nada porque, además, de suyo ya es culpable de su propia situación de desprotección, de su propia humildad. Por eso a uno de los felices perdonados se le fueran las lágrimas ante tal humillación.
Él, a quien los miembros de esa perversa comisión humillaron con infames acusaciones, generosamente los perdona. Un perdón que no surge de la magnanimidad sino del ansia de humillar aun más a los declarados culpables por la justicia del poder. Ese perdón busca que la dignidad de los condenados se arrastre sobre el piso. Él que es capaz de perdonar no puede ser ese vil que se ha aprovechado de los bienes del Estado haciendo caso omiso de las leyes. ¿Quién es en verdad el santo y honrado, esa sociedad de falsos fiscalizadores sociales o él, el Contralor General del Estado?
Los condenados no piden perdón. No van a humillarse de esa manera. Por eso él se adelanta para echarles a la cara un perdón obvia y profundamente humillador. Es esa actitud perversa del poder la que los hiere aun más y que incluso provoca que alguien derrame lágrima de impotencia, de ira, de desconcierto ante el ejercicio de la justicia que es capaz de todo cuando forma parte del andamiaje del poder.
Quien perdona busca la humillación del beneficiado de su magnanimidad. En consecuencia, ese perdón se halla a mil leguas luz de toda benignidad puesto que pretende que el perdonado quede de por vida con una deuda que nunca podrá pagar sino con el sometimiento y el agradecimiento irrestrictos. El poderoso sabe que al perdonar humilla al perdonado y lo somete a los caprichos del poder. El perdonado, nunca más será libre pues, de hoy en más, formará parte de los bienes reales del generoso perdonador.
"Porque que el hombre sea liberado de la venganza: esto es para mí el puente a la suprema esperanza", dice el Zaratustra de Nietzsche. La ley y las organizaciones legales no están hechas para la venganza sino para la justicia. La Comisión Anticorrupción sí sabe que la venganza circula por las venas de los poderes. Sabe que el poder también se sostiene en la venganza que puede administrar a su medida y para su propio beneficio. Nada enaltece tanto al poder como el dolor de los oprimidos y el de los inocentes perseguidos.
La Comisión tan solo detecta y analiza los hechos de corrupción: tarea ingente y cada vez más compleja pues la corrupción ha invadido demasiados espacios del quehacer político. Debía haber solicitado al poder el respetivo permiso para denunciar la corrupción de los corruptos. Callejón sin salida.
Y luego aparece la magnanimidad del perdón que, de una vez por todas, borra toda equidad y exalta la aniquilación de las víctimas de la sentencia: ahora son además víctimas del perdón. El amo sabe perfectamente bien que cada vez que lo perdona, el esclavo se esclaviza más a la parte pérfida de su poder. El perdón, entonces, no es más que una forma envilecida de venganza. En efecto, la venganza del amo consiste en hacer del perdonado su incondicional esclavo.
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