
Profesora universitaria, investigadora y periodista, con un doctorado por la Universidad Nacional del Cuyo, de Argentina.
“Si lo que queremos es comprender —y hacer algo al respecto— por qué las mujeres, incluso cuando no son silenciadas, tienen que pagar un alto precio para hacerse oír, hemos de reconocer que el tema es un poco más complicado y que hay un trasfondo al que hay que remitirse”.
Margaret Beard, Mujeres y poder. Un manifiesto
El movimiento de las mujeres en Ecuador ha vivido un proceso que en pocas décadas transitó del silencio al derecho a la libre expresión en los espacios públicos; y de la indefensión al reclamo, a la demanda y a la vigencia de los derechos; relativamente, por cierto. Falta mucho, todavía, para que las voces de las mujeres sean reconocidas como palabras autorizadas. Para que el abuso, el maltrato, el asesinato sean enjuiciados como un problema social, y para que las mujeres abusadas, maltratadas, asesinadas dejen de ser vistas como las culpables de lo que les acontece, por infinidad de razones, todas, dizque, responsabilidad de ellas. Los recuerdos, dolorosos aún, expuestos por mujeres pintan los cambios, pues la violencia y el acoso hacia las mujeres no son algo reciente, ni surgidos en el siglo XXI:
Tenía 12 años y se insinuaban en su cuerpo ciertos rasgos de su pubertad. Pero era una niña. Una mañana, mientras su tío la llevaba de su mano a tomar el bus del colegio, se percató de un muchacho que se acercaba frente a ellos y la miraba. Cuando se cruzaron, sintió la mano del individuo entre sus nalgas. No pudo decir nada. Se quedó paralizada. Y asustada, con un sentimiento de pesar y de vergüenza. Al cabo de unos días vio de nuevo al jovenzuelo; asomó de repente y no le dio tiempo de reaccionar. Volvió a sentir aquella mano, cual si fuera una garra. Pero se prometió que aquello no volvería a sucederle. Aunque nunca contó a su familia, se ideó estrategias para evitar el manoseo cuando el depredador apareciera. Se sintió vencedora. En una ocasión incluso lo miró desafiante. Y aunque dejó de abochornarle aquel ataque, siempre lo recordó como humillante. Pasaron muchos años para que se diera cuenta que había sido víctima de un abuso sexual.
Era ya una adolescente y como tal su familia le permitía que saliera sola y que utilizara el transporte público. La mañana de un sábado debió ir a su colegio y tomó un bus. Se sentó a la ventana. A pocas cuadras subió un hombre y ocupó el asiento al lado de la muchacha. Ella ni lo miró. Contemplaba el paisaje urbano. Pero se amedrentó cuando el tipo comenzó a acercarse y a apretarla aunque ella se alejara. Se sintió en peligro, atacada, pero no supo cómo reaccionar. También ella se sintió ultrajada. Aprendió que sentarse a la ventana puede ser peligroso y que escoger el asiento del pasillo era más seguro. Hasta hoy lo hace, incluso cuando viaja en avión. También se adiestró en colocar, entre su cuerpo y el de cualquier fulano que pretendiera tocarla, su cartera, su mochila, su paraguas o su chaqueta.
Era una mujer joven. Caminaba en su entrenamiento habitual y un hombre detuvo su auto al lado de ella. Había mucha gente y no sintió miedo. El tipo abrió la ventanilla y le pregunto si le gustaría que fueran juntos a un lugar reservado. Sintió rabia y desazón. También miedo. Pero ni gritó, ni lo insulto. ¿Alguien se hubiera puesto de su lado? Solo le dijo que no y apresuró su paso para regresar a su casa. Ya había aprendido que la palabra de una mujer, así como la de los niños, no merecía credibilidad y que no valía la pena propiciar un incidente, pues corría las de perder.
Esos silencios guardaron sinsabores, angustias, rabia, sentimientos de impotencia, de culpa y de temor, en todos los casos, por décadas. Sus dueñas aprendieron a callarse y solo pudieron hablar de ellos cuando pudieron empoderarse de sus vidas, cuando pudieron restañar sus heridas y superar las afrentas que recibieron. Cuando escucharon de otras mujeres experiencias similares o más duras, y entendieron el valor de todo testimonio, cuando lo que buscan es la recuperación. Pero muchas más, que fueron más escarnecidas, aún no lo pueden hacer. Y no es que les falte valentía, ni capacidad de reflexión, sino que el tamaño del daño que recibieron y del dolor que vivieron, incluso a edades más tempranas, aún es demasiado enorme.
Frente a esos acallamientos las voces de Martha, de Daniela, de Evelyn y de tantas mujeres que hoy divulgan los ataques que sufrieron y los enfrentan públicamente evidencian la creación de un espacio social que se indigna ante ello y posibilita la expresión de las mujeres. Que una mujer grite contra los criminales que pretenden violentarla ya es posible, aunque todavía demasiadas mujeres y varones las sigan inculpando y acusándolas de instigar esos abusos. A pesar de que los ataques se vuelvan más sanguinarios y violentos hay un repudio creciente. Que la protesta haya salido del espacio personal y familiar al de las redes sociales y de ellas a las calles es reconfortante. Tenemos esperanza. No solo las mujeres estamos indignadas; cada vez más amplios grupos sociales se sienten solidarios y comienzan a comprender el problema. Pero es insuficiente. Denunciar es apenas un paso. Estar dispuestas a no tolerar las violencias es otro. Demandar respuestas, exigir políticas públicas, implicarse en la lucha también lo son, y muy importantes.
El problema es demasiado complejo y hay que encararlo no solo con leyes, ni con las frases políticamente correctas del “todas y todos”. Con educación, formación ética, deliberación, inclusión: con justicia y en libertad. Y con los hombres. El mundo no es solo de un género.
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