Catedrática de la Facultad de Ciencias Humanas de la Universidad Católica de Quito
Muchos pensadores críticos han señalado que en las actuales exigencias de reproducción y acumulación de capital -depredadoras, violentas y salvajes-, los derechos humanos no solo que resultan innecesarios, sino incómodos.
Después de la Primera y Segunda Guerra Mundial, procesos de expansión del poder político y económico capitalista, que se caracterizaron por la extrema violencia estatal en contra de la existencia humana, se firmó la Declaración Universal de los Derechos Humanos. Si bien, el acuerdo ético y político se dio en el marco de la sociedad moderna capitalista, éste establecía ciertas restricciones a la expansión violenta del capital y, sobre todo, al poder político (Estado Nación) que lo acompaña. Los límites impuestos configuraban lo que se conoce como Estado de Derechos y Garantías, adjetivaciones que supone el respeto y la garantía a los acuerdos sociales logrados en la Declaración. Es decir, el Estado, como institución política y administrativa de la sociedad está obligado no solo a respetar los derechos humanos, sino a garantizar su cumplimiento.
Esta nueva cualidad del Estado Nacional permitió la configuración del Estado de Bienestar en la sociedades industrializadas, posible sobre la base del crecimiento económico de las economías centrales - y de la obvia articulación asimétrica de las economías periféricas, por la que estas últimas transferían riqueza a las primeras- y una política de redistribución de la riqueza social (keynesianismo). Es este desequilibrio económico del desarrollo de la sociedad moderna el que explica la imposibilidad estructural de la formación de Estados de Bienestar en los países pobres. De lo dicho se desprende la también imposible configuración de un Estado de Derechos y Garantías en el antes llamado Tercer Mundo.
La argumentación anterior permite entender las sistemáticas violaciones de derechos humanos perpetradas en todos los países de América latina, a lo largo de toda su historia colonial y republicana, y particularmente en la segunda mitad del siglo pasado.
Curiosamente, aunque absolutamente explicable, mientras en el norte enriquecido se consolidaba el Estado de Bienestar de plenos derechos y garantías, en el sur empobrecido se violaban de manera sistemática los derechos humanos (de primera y segunda generación) tanto por las dictaduras militares cuanto por los gobiernos neoliberales. De hecho, el trabajo sucio (persecución, encarcelamiento, tortura y asesinato), que hipócritamente no era correcto hacerlo en el centro, se lo hacía en la periferia. En cuanto a los derechos económicos y sociales, que ciertamente en el norte industrializado eran derechos, en el sur empobrecido eran dádivas del desarrollo en clave tercer mundo.
Así terminó el siglo XX y el segundo milenio, con unos derechos humanos que funcionaban de distinta manera en el norte enriquecido y en el sur empobrecido, aunque absolutamente complementaria para el desarrollo del capitalismo mundial.
A pesar del desequilibrio planetario en la aplicación de la Declaratoria Universal de los Derechos Humanos, la misma daba un marco jurídico y más aún ético para las luchas de resistencia en el sur. En otras palabras, la violación de los derechos humanos, de una u otra manera, tenía una sanción ética y a veces político-jurídica que sancionaba al Estado y que, a su vez, confería cierto margen para el fortalecimiento de las luchas sociales que se desplegaron en toda la región. En referencia al preámbulo de la Declaración, los pueblos se rebelaban en contra del deterioro de las condiciones de existencia y de la política estatal que las permitía.
En el momento actual, por un lado, la política neoliberal -con el dominio del capital financiero - aplicada ya no solo en el sur sino en el centro del desarrollo capitalista, reduce al Estado a un aparato de represión con fuertes vínculos con el crimen organizado. Un Estado mafioso que cínicamente viola los derechos humanos, no solo de segunda generación sino los de primera y tercera generación, caso paradigmático de este patrón de dominación salvaje es el Estado mexicano, sin que esto signifique que sea el único. Por otro lado, las propias necesidades de la acumulación de capital a nivel planetario, en las zonas donde los estados neoliberales empezaron a fallar como mecanismos de represión, se recuperó el rol regulador del Estado en una suerte de neokeynesiano, que no llega a configurar un Estado de bienestar de plenos derechos y garantías.
Ejemplo de esto es los Estados administrados por los llamados gobierno progresistas cuyo objetivo es modernizar el capitalismo en la región y ampliar el marco mercantil, para lo cual ha puesto en marcha una política estatal autoritaria y de control político e ideológico de la población. Este patrón de dominación, ensayado en estas dos últimas décadas, viola sistemáticamente los derechos de primera generación.
El tan anhelado Estado de bienestar de derechos y garantías se desvanece como forma política que acompañó una etapa de la acumulación de capital en el centro industrializado. La última crisis económica, cuyo escenario son los países desarrollados muestra que el capital no tiene filiación territorial, ni nacional, ni étnica. El capital va allí donde mejores condiciones encuentre para su reproducción, y en estas últimas décadas se afincó en el Asia, justamente porque no hay derechos humanos que pongan ciertos límites a su voracidad.
Así, la actual reproducción de capital requiere un aparato Estatal autoritario y/o mafioso que institucional o no institucionalmente haga caso omiso del mandato ético-político de la Declaración Universal de los Derechos Humanos. Este escenario salvaje abierto por el capitalismo del tercer milenio es el que explica, pero nunca justifica, el horror que vive la sociedad mexicana, últimamente el padecido por los estudiantes normalista asesinados y desaparecidos de Ayotzinapa; los afroamericanos y latinos perseguidos y asesinados en Estados Unidos; el pueblo palestino y sirio masacrado en Medio Oriente; los pueblos indígenas perseguidos encarcelados y asesinados en Colombia, Ecuador, Perú y Bolivia a nombre del desarrollo y el progreso extractivista; los trabajadores migrantes perseguidos y asesinados en todas las fronteras; las mujeres y niñas secuestradas y esclavizadas en el negocio sexual. La lista es infinita pues en el momento actual el capital y sus esbirros funcionarios han declarado la guerra a la humanidad y a la naturaleza que la hospeda.
Este 10 de diciembre, que se conmemora 66 años de la Declaración Universal de los Derechos Humanos, la humanidad tiene la obligación ética consigo misma de defender su dignidad y la del espacio natural que la acoge, obligación de hacer justicia contra la violencia salvaje del capital y el terrorismo del Estado autoritario y mafioso que lo corteja. Hacer justicia a todos los asesinados, torturados, perseguidos, desaparecidos, silenciados, explotados, oprimidos, despojados. Justicia para la humanidad toda. Justicia para el compañero shuar dirigente antiminero José Isidro Tendetza Antún.
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