Master en Desarrollo Local. Director de la Fundación Donum, Cuenca. Exdirigente de Alfaro Vive Carajo.
El gobierno no hace política; hace tecnología administrativa. Por eso le encarga a la Senplades, y no al Ministerio de la Política, la conducción del diálogo nacional.
Seguramente porque espera enredar en los vericuetos de la tecnocracia las demandas sociales que cuestionan un problema de poder, de decisión, de modelo de Estado y de sociedad. En esencia, de democracia. Pero desde el régimen parece que entienden a la democracia y a la política como un asunto de marco lógico, de FODA, de Power Point.
¿De qué servirá que el Secretario de Planificación y los ministros se reúnan con todos los sectores imaginables si no tienen ningún poder de decisión? ¿Para qué servirán lo diálogos, los contactos, los acercamientos si al final todo dependerá de la voluntad arbitraria del Presidente? La ministra Celi lo acaba de evidenciar con ostensible malestar: se quejó de que la enviaran a forjar un acuerdo con los empresarios mientras le ponían la cáscara de plátano de las leyes de herencia y plusvalía sin el más mínimo empacho.
El problema de fondo es que ni Correa ni los altos funcionarios de gobierno entienden la democracia. Suponen que esta se reduce a una mampara que justifica el fatalismo mesiánico del “proyecto”. Por eso concentran el poder en lugar de distribuirlo, como en esencia lo exige una auténtica democracia. Porque mientras menos poder tenga la gente, menos necesidad tienen de negociar. Y el diálogo como recurso político –no tecnocrático– implica una negociación en la que las partes ceden. Algo que para Correa resulta inconcebible.
Esto explica que la retórica oficial caiga en una ambigüedad e incoherencia insufribles. Por ejemplo, confundir diálogo con rendición. Por si los sesudos estrategas del gobierno no lo saben, al final de una guerra los vencedores también dialogan con los vencidos, pero para acordar los términos de la rendición. Y al parecer a eso aspiran con un llamado al diálogo donde excluyen, descalifican, estigmatizan, menosprecian, desdeñan, difaman, repulsan, desautorizan y arrinconan a todos aquellos actores sociales y políticos a los que no han podido doblegar. Quieren convidados de piedra, fantoches que legitimen un monólogo autoritario.
El régimen quiere imponer un diálogo a los territorios ciudadanos ocupados. Lo coherente sería que previamente retire su ejército de decretos antipopulares para que todos los invitados se sienten a la mesa en condiciones dignas. ¿Cómo pretende que los movimientos sociales, las organizaciones de trabajadores, el movimiento indígena, los estudiantes, los maestros, las mujeres, la izquierda se sienten a dialogar bajo la espada de Damocles de los decretos 16 y 813, del Plan Familia, de la usurpación del fondo del magisterio, de la confiscación de los fondos del IESS, de la amenaza a la casa de la CONAIE, etc.?
Y conste que aquí únicamente nos referimos a aquellas decisiones que pueden ser revertidas por decisión del Ejecutivo, porque aún hay una serie de leyes vigentes o en camino que constituyen un atentado a los derechos de la mayoría de ecuatorianos.
En estas condiciones, la mayor flaqueza de la convocatoria al diálogo radica en la absoluta falta de confianza que transmite el régimen. No solo por el retiro con piola de las dos últimas leyes, o por su discurso amenazante, o por el revanchismo innato que lo ha caracterizado, sino porque nadie a estas alturas tiene una mínima certeza sobre lo que quiere. Los palos de ciego, las rectificaciones y los frenazos se multiplican con inocultable desesperación. Y en la desesperación solo reina la incertidumbre. El que menos teme que el rato menos pensado cualquier golpe de timón lo termine arrojando por la borda sin previo aviso.
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