
Desde el Gobierno se informa que en las últimas semanas se han producido algo así como 100 eventos dialogales a los que habrían asistido alrededor de cincuenta mil ciudadanos. La conclusión final de este proceso habría sido que los asistentes se hallan convencidos de que las propuestas sobre los impuestos a la herencia son correctas, adecuadas y verdaderas por lo que deben ser asumidas y sostenidas por todos. Además, ha quedado claro que esos impuestos afectarían a un sector muy reducido de la población.
Habría que preguntarse si estos eventos fueron propositiva y metodológicamente destinados al diálogo, tomando en cuenta el hecho real de que al gobierno le fascina hablar pero no dialogar. El modelo son las sabatinas y sus monólogos. ¿No se trataría, acaso, de comunes reuniones informativas entre grupos de supuestos expertos con la misión de producir convencimientos sobre los sentidos, dimensiones de ciertos programas, proyectos y procesos políticos? ¿Cuál fue en verdad su propuesta: crear saberes o producir convencimientos ad hoc? ¿Se convocó para discutir o para concordar? ¿Se invitó al mismo tiempo a la parte opositora? ¿Se siguió hablando que la herencia de una casa de treinta mil dólares pagará tan solo un dos por ciento? ¿Se precisó en dónde existen esas casas?
Para que se produzcan actos dialogales, es necesario que exista, primero y ante todo, una profunda y perenne actitud dialogal en todos quienes intervienen en el proceso. Ello implica el convencimiento de que no existen dueños de las verdades sino que estas deben ser producidas en una real y auténtica situación de equidad entre los dialogantes. Esta equidad se refiere a la aceptación irrestricta de la capacidad que poseen todos los participantes, del orden que fuesen, de producir enunciados de verdad diferentes a los producidos por el poder, partiendo del hecho lógico y ético de que la verdad no existe sino que debe ser construida una y otra vez.
Esta posición tiene que ver con algunos requisitos básicos entre los que el más importante consiste en el hecho de que los posicionamientos de los participantes en los diálogos se ubiquen en un principio de equidad tal que se rechace todo intento de imponer como verdaderos y justificados los enunciados de cualquiera de las partes.
En segundo lugar, un profundo convencimiento de los participantes orientado a alimentar y fomentar su actitud dialogal y su capacidad de producir nuevos saberes a través de discusiones y análisis. Ello implica que todos por igual tendrían que hallarse ciertamente inmersos en el espíritu dialogal que, a su vez, se sostiene en el principio de equidad ante el saber y la verdad.
Por lo mismo, el espíritu dialogal descarta, como condición primera, las proposiciones del poder que previamente impone como verdad inamovible el tema a ser discutido. Es decir, si una de las partes supuestamente dialogantes se asume a sí misma como la que ya posee la verdad, entonces la posibilidad de diálogo se frustra desde el inicio. Igual si, por ejemplo, el tema de los impuestos es inamovible. En este caso, el encuentro sería meramente informativo, incluso cuando, entre las preguntas y respuestas, se produjesen pequeñas modificaciones al objeto de la información. Por cierto, al poder desde siempre le ha fascinado realizar pequeñas concesiones con las que busca halagar a unos y embaucar a otros.
En la práctica social, con demasiada frecuencia se confunden estos términos lo que conduce a errores que van más allá de lo metodológico pues tienen que ver con el posicionamiento social, ético y político frente la supuesta verdad y su manipulación por parte del poder. Para el poder es fácil equiparar sometimiento y consenso a los que trata como sinónimos. Porque no es posible diálogo alguno si no existe equidad lingüística y simbólica entre todos los participantes. Si la palabra de alguien vale más que la de otro, el supuesto diálogo se convierte en vil charada.
Por otra parte, lo que fundamenta y sostiene la posición dialogal y el diálogo es la aceptación irrestricta del principio de que la verdad no existe, de que no se halla escondida en alguna parte y, quizás lo más importante, de que nadie, incluido el poder, la posee. Al revés, debe ser construida mediante procesos de reflexión y de diálogo, de meditación y confrontación, de humildad y de entereza. Si alguien se considerase dueño de la verdad, estaría bordeando lo psicótico.
Sin embargo, realidad casi inadmisible por el poder que, a lo largo de los siglos, se ha sostenido en la certeza incuestionable de que él, tan solo él posee la sabiduría y la verdad y de que es su dueño absoluto.
Cuando el poder político ya no dialoga, es porque se ha vuelto dogmático. El poder habla, cuenta, narra, escucha y finalmente impone. A lo largo de la historia, han muerto millones de mujeres, niños y hombres a causa de supuestas verdades impuestas a sangre y fuego por el poder. Verdades políticas, religiosas, filosóficas, económicas, sociales. En un momento dado, hasta se convirtió en dogma de fe la infalibilidad del poder.
La peor de todas las armas inventadas por la parte perversa del poder ha sido y sigue siendo la verdad. Un arma mil veces peor que las bombas atómicas. La verdad produjo santas cruzadas, inquisiciones, archipiélagos de Gulag, campos de concentración, cárceles secretas, asesinatos colectivos, fosas comunes, demandas penales, juicios perversos con sentencias abominables. Desde el sumarísimo juicio en el paraíso terrenal del mito, hasta las demandas de cientos de millones de dólares incoadas por el poder por quítame estas pajas o porque se cuestiona su verdad. ¿Cabría ahí un espacio, por mínimo que sea, para el diálogo?
De entre todos, posiblemente haya sido Platón el primer filósofo en partir del principio de que la verdad no constituye un territorio del que alguien pueda declararse su administrador y peor aun, su dueño. La verdad no constituye una suerte de paraíso al que solo algunos pueden ingresar como invitados e incluso como huéspedes especiales.
Los diálogos platónicos constituyen un ejemplo paradigmático de que la verdad, primero, es una construcción inacabada y, luego, que es humanamente imposible una posición dogmática ante ningún enunciado. Habitamos la caverna de los desconocimientos y desde ahí interpretamos el mundo. Las interpretaciones no son verdaderas o faltas sino adecuadas o inadecuadas. La verdad no existe, hay que construirla, repetía Rorty una y otra vez.
Esto para entender y valorar las jornadas organizadas por el gobierno con el propósito de explicar, aquí y allá, sus proyectos impositivos respecto a las herencias y otros temas más. El objetivo de estas reuniones no fue crear nuevas alternativas en torno a estos temas sino hacer que los participantes los acepten tal como el poder los ha concebido. En otras palabras, el objetivo de las reuniones ha sido justificar de tal manera la propuesta oficial que los participantes se adhieran a ella y la prediquen por doquier como sus misioneros. Ello demuestra que esos encuentros no fueron diseñados para construir sino para repetir verdades preestablecidas.
En esos eventos, o se desconoce de manera absoluta el principio ético de la dialogalidad o previamente se lo asesina para sustituirlo por el principio de autoridad que conduce al sometimiento. Los poderes no democráticos tienden a desconocer el valor relativo de todos los enunciados y la fragilidad de los convencimientos producidos desde la amenaza del infierno o desde la oferta de paraísos.
El diálogo, cuando es legítimo y veraz, tiene como objetivo no la creación de sometidos sino la construcción de verdades. La verdad es que todos, mandatarios y ciudadanos, nos hallamos en la caverna entre luces y sombras, todos, felizmente, hacemos la caverna.
La verdad no se halla fuera, hay que construirla e interpretarla con luces y sombras cada vez nuevas. La verdad de que no se ha producido ningún diálogo se revela en todo su esplendor en el sencillo hecho de que, luego de tantas horas de eventos repetidos, los proyectos siguen siendo exactamente iguales a los presentados hace meses. En consecuencia, los supuestos diálogos no tuvieron como destino la construcción de nuevos saberes. Su objetivo fue conseguir que ciertos grupos bendigan las propuestas originales, aunque solo sea de labios afuera, pues probablemente en su fuero interno las rechacen con aquel célebre “y sin embargo se mueve”.
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