
Viernes, 3 de abril de 2020
23:15. Un día de preguntas difíciles sobre el sentido de la vida. Preguntas inevitables en el ocaso del sangriento sol que alumbró la tarde. Los perros callejeros se han apoderado de las calles de la ciudad. Forman un jauría dispuesta a devorar el mundo. Aprovechan el toque de queda. ¡Pobres gatos! Jaque-Mate debe quedarse en casa; sufre su propia cuarentena. Los ladridos de la jauría son casi una bendición para romper el silencio. Escribí hace unos días: «un silencio que contiene aún más silencio». Los perros pelean entre ellos, excitados por la ausencia de humanos e ignoran la media luna que resplandece entre nubes. Uno de ellos descubre que lo miro desde el balcón y se acerca; los pelos del lomo se le erizan, sus colmillos se iluminan y ladra. Poco después, los perros se marchan. Imagino que irán a hacer sus perradas.
Intenté escribir pero no pude. ¿Tienen sentido las palabras? ¿Tiene sentido esta diaria introspección sobre los días, sobre mis sentimientos, mis paranoias, mis miedos? Dosifico la información del mundo exterior para no sentirme abrumado y que la impotencia que nace de este «no hacer nada» no me abrume. Trato de tomar lo que viene con espíritu ligero, como aquellos que tienen la maravillosa capacidad de sacar una broma aún en circunstancias como las que vivimos. Por supuesto que me río de los innumerables memes y chiste que me envían. El corazón se aliviana. Pero llega un momento en que la realidad de la pandemia me alcanza. Sin razón, recuerdo España, aparta de mi este cáliz, de César Vallejo, el gran poeta. Era un canto a los soldados de la República y a los voluntarios de las brigadas internacionales. Era la guerra civil. Vallejo murió un año antes de la derrota de la República. Nada tiene que ver aquel poema con lo que ahora vive y muere España.
Guayaquil, aparta de mi este cáliz. Cuando todo esto pase ―pues pasará― lo olvidaremos. La nuestra es una sociedad sin memoria. Quedarán las imágenes por las que ahora es conocido Ecuador, una sociedad que fue incapaz atender a sus enfermos y que no estuvo a la altura para despedir con dignidad a sus muertos.
Salgo nuevamente al balcón: es el puente de un viejo navío de vela, la nao, así se llamaban los barcos en el siglo XVI. Navego en el oscuro ponto de la existencia. Una brisa fresca viene desde el mar e hincha las velas. Aguzo el oído. Escucho o imagino escuchar las olas rompiendo contra la escollera que protege el malecón. Mi tía Piedad decía que los Arcos éramos duros de oído. La marea debe estar en lo alto: las olas golpean el casco de esta nave inmóvil.
Se acerca la hora de las brujas, de los fantasmas, de los aparecidos, en que la tradición manabita es fecunda. Mejor guardarse. Hay un fantasma muy poderoso que anda suelto y que tiene la capacidad de matar.
Me refugio en Netflix pues la cabeza no me da para leer: veo Asesinatos de Valhalla. ¡Absurdo! Huyo de la muerte real y masiva que me rodea para enfrascarme en asesinatos en medio de la helada Islandia. De repente siento que es una historia conocida. He visto algunas de estas series nórdicas, belgas e inglesas. Los guiones con ligeras modificaciones se repiten. El o la policía a cargo del caso tiene un pasado tortuoso o un drama familiar, divorciados cuyos hijos adolescentes viven el abandono de sus padres y se rebelan; son policías adictos a su trabajo tanto como un dependiente de la heroína; jefes por lo general incompetentes con los cuales los policías ―una nueva versión del antihéroe― tienen serios conflictos y, por último, los duros y forzudos policías son homosexuales no asumidos, que viven a escondidas sus opciones sexuales.
00:45. Apago la tele. Intentaré dormir. Es sábado de cuarentena y también de cuaresma.
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