Domingo de Ramos del 2020
Es una esplendorosa mañana. Debo comprar algo de verduras y fruta. Mi hija me ha dicho que prepare comida vegetariana por lo menos una vez por semana. Intentaré hacerlo. Me visto con mi indumentaria de sobrevivencia y salgo. Ya en la calle, me decido por el camino más largo y me dirijo hacia el malecón que da al estuario. El cielo es de un celeste suave, tenue; el sol convierte la superficie del agua en un espejo. Los hombres pescan con atarraya. Inusual verlos a esta hora. Desde la orilla lanzan la red una y otra vez para sacar algo de camarón, tal vez un bagre. En medio del estuario también se pesca. Este día podrán parar la olla. El estuario, a pesar de la contaminación, es una despensa.
Continúo mi caminata para abastecerme. De pronto escucho música clásica. Es inusual en una ciudad donde se impone el reguetón, la bachata y, en un lento abandono, la salsa. Busco su origen. En una casa, en un balcón que da al estuario, una joven mujer ensaya pasos de ballet. Sus brazos de desplazan por el aire como las alas de un ave marina que regresa luego de una larga travesía y el grácil movimiento de sus manos dibuja arabescos en el aire. Viste un breve bikini. Su cabello es castaño y su piel, dorada: conjeturo que pequeñas gotas de sudor se deslizan por su espalda. No puedo distinguir los rasgos de su rostro. Termina su movimiento y aplaudo. Ella no escucha ese solitario homenaje. Sujeta su larga cabellera, imagino con una liga, y se inclina sobre lo que debe ser un equipo de sonido. La música se reinicia y ella retoma el pausado movimiento de sus brazos y las acompasadas flexiones de sus piernas. Me marcho a regañadientes. La cuarentena tiene sus exigencias. En las puertas de las casas han colocado cruces y ramos de palma tejida. Unos son muy elaborados; otros, sencillos.
Domingo de ramos. Hace tres domingos, el último de la antigua normalidad, tomé la moto y recorrí un precioso camino secundario que une Canoa, San Isidro, San Vicente y Bahía: sube por colinas a las que la lluvia de estos meses ha vestido de un verde intenso. A lo lejos se ve el mar como una delgada línea gris. Confidencia: ¡A la vejez, viruelas! Me hice de una moto. Cuando le conté a Santiago Carcelén, me dijo que había formas más rápidas y eficientes de suicidarse. Pueda que le asista algo de razón. Trato de ser muy conservador y me protejo cuando conduzco, aunque sé que uno nunca está libre del poder asesino del conductor de un autobús —los de Coactur son los peores— o de un desaprensivo conductor. En el fondo estar sobre una moto era una forma de emular a mi hermano Leopoldo, viajero incansable, un hombre a la vez soñador y de un envidiable sentido práctico. Hace años, con Margarita, su esposa, se fue en moto hasta la Patagonia. Cuando se refiere a ese viaje, lo hace con una alegría contagiosa.
Para mí la moto ha sido todo un descubrimiento. Antes de ese último viaje, hice otro. Tomé la Ruta del Spondylus hasta Ayampe. ¡El mar, las olas, los acantilados, el viento! Emanaban una energía tal que me llevó a detenerme al pie de un acantilado. Me senté frente al mar. De pronto descubrí que lloraba en silencio, un llanto suave, como lluvia refrescante. Agradecí profundamente a la vida por lo que me había dado: lo bueno y lo malo, alegría y tristeza, amor y dolor, lo oscuro y lo diáfano, desdicha y felicidad, bien y mal. «Soy contradictorio, en mi caben multitudes», dice un poema de Walt Whitman. La lágrimas se fueron junto a las fragatas y a una solitaria gaviota. Podía haberme quedado allí para siempre. Después de esa intensidad, la vida debería concluir. Sin embargo, aquí estoy en la normalidad de la extrañeza caminando por la ciudad casi desierta.
12:00. Vuelvo a casa y preparo mi almuerzo. No tendré videoalmuerzo.
15:00. Eduardo Baraona, biólogo y profesor de la Católica que vive en un séptimo piso frente al mar, aquí en Bahía, me envía un video: los delfines juegan frente a la costa de la ciudad. Intuyen que los humanos están encerrados en sus casas, acosados por el miedo a la muerte.
19:00. Llegó la noche en este domingo de Ramos. No tengo sueño, no tengo ganas de leer, no me apetece un trago. Dudo frente a Netflix. Vi un capítulo de Poco ortodoxa. El personaje me provoca una insoportable angustia. El viejo fumador se ha esfumado dejando un agujero en el tiempo.
19:45. Cedo a la presión de mirar lo que sucede en el mundo y frente a lo que nada puedo hacer ni siquiera desesperar. La BBC publica reportajes sobre Guayaquil: la palabra «desgarradores» no expresan el dolor, la impotencia, la rabia. PlanV continúa con su gran trabajo informativo. El País se concentra en el drama que se vive en España, en la esperanza de que la curva de contagios y muerte llegue al tope y comience a descender. Veo las noticias que Pedro Santos de Bahía TVE me envía regularmente. Un esfuerzo solitario.
21:00. Dinos cómo sobrevivir a esta locura es un libro de Kenzaburo Oé, el extraordinario escritor japones. Lo leí hace mucho tiempo y lo he olvidado. Lo buscaré en mi desordenada biblioteca. ¿Encontró una respuesta?
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