Jueves, 9 de abril de 2020
9:00. Escribo la fecha. ¡El tiempo vuela! El día es breve. La noche se acorta. La pantalla devora el tiempo. Nuevo día. Me engaño. Es el mismo día de ayer, excepto por la fecha. Nada ha cambiado. No es verdad. Un mundo nuevo nace. ¿Cómo será? No lo sé. Filósofos, politólogos, economistas, médiums y adivinos construyen los más diversos escenarios. Los optimistas dicen que de la pandemia saldrán mejores personas; los escépticos afirman que nada cambiará: enterrados los muertos, pasada la euforia de los recuentros, abrazos sin besos y suficientemente protegidos, volveremos a ser como en el pasado; los pesimistas, que cada persona se convertirá en uno de muchos puntos de colores que se mueven en el mapa virtual del planeta y que un sistema de vigilancia extrema será el corazón de la nueva sociedad: sociedades conformadas como panópticos virtuales con capacidad de saber las minucias de vidas anónimas tan reiterativas y aburridas como imágenes que se reproducen en un caleidoscopio, y en medio de eso, la automatización de todo lo que pueda automatizase. Una última predicción: los ricos del mundo serán más ricos y los pobres, más pobres. ¡Excedente de vidas! Si eres viejo y pobre, ocuparás el primer lugar en las campañas de exterminio. Si eres viejo y no tan pobre, ocuparás en segundo lugar. De la limpieza étnica se pasará a la limpieza generacional.
¿Qué diría de todo esto Foucault? Pedante el Arcos Cabrera. Le salió el profesor. Hacer referencia a Foucault. ¡Es innecesario! Fue una celebridad. Una especie de rockstar de los filósofos, sociólogos, antropólogos y otros «ólogos». No fue de los economistas. No faltaba más. Nunca lo entendieron. Quien quiere acortar su día o lidiar con el insomnio puede escribir el nombre del multifacético francés y verá millones de entradas.
Divago, no «di vago». Los vagos divagan, aunque no siempre. Yo divago. De pronto microsismos mueven la casa. Voy al balcón. Una onda sonora casi me arroja al piso; una ola de reguetón que viene de alguna casa a una o dos cuadras de la mía, en dirección al mar. Es un tsunami de bajos que hacen vibrar los vidrios. Cierro las puertas y ventanas y me dispongo a esperar a que todo vuelva a la extrañeza normal.
12:00. El reguetón sigue a un volumen de viernes por la tarde en el malecón. Preparo el almuerzo. Los bajos entran impunemente por la ventana de la cocina.
14:00. La alarma suena: debemos volver a nuestro encierro. El único libre es el reguetón que llega insistente a mis oídos. Opto por ponerme unos tapones. Pero los bajos hacen que todo vibre. Llamo a mi amigo Pedro Santos para que me diga a quién puedo pedir ayuda. «Llama al 911», responde.
En estas circunstancias, con la sobrecarga de trabajo que deben tener, distraerlos en un asunto baladí es una tontería. Decido esperar. Sin embargo, pasan las horas y nada cambia. No doy más: encierro más reguetón es una combinación letal. Llamo al 911. Me responde una mujer, le explico el problema. Me pide los datos del lugar desde el cual sospecho que viene la música.
―¿Dentro de la vivienda? ―pregunta.
―No sé ―respondo. Supongo que si revientas el barrio con música desde tu patio, alguna norma de convivencia se estará violando.
―Envío una unidad ―dice y corta.
Pasa el tiempo. Nada sucede hasta que la música cesa. La autoridad se hizo presente y obligó al reguetonero a bajar el volumen. Festejo. «¡Ese es mi país!», me digo orgulloso. Respiro aliviado y retomo mis tareas. Diez minutos después el reguetón vuelve con más volumen. Es la gran venganza. Saben que la policía no volverá. Tienen tareas más urgentes. Gran frustración.
Son las seis de la tarde y decido actuar. Me visto con los implementos de supervivencia, arriesgando una multa por el toque de queda, y salgo en busca de la casa de donde sale la música. Es una casa esquinera. Me acerco. Cuatro hombres de una treinta años beben en una piscina plástica. Las botellas están a la vista. Uno de ellos me ve. Hace una seña a otro que apura un trago, deja la piscina y se acerca a la reja. Le pido de la manera más comedida que baje un poco el volumen, pues la música se escucha a dos cuadras de su casa.
―¡Celebro mi cumpleaños! ―responde
―¡Feliz cumpleaños! ―le digo para disipar en algo la evidente tensión entre los dos y crear una empatía, aunque sea momentánea.
―Además, estoy en mi propiedad ―continúa sin dar ninguna importancia a lo que le digo―, puedo hacer lo que quiera y puedo escuchar música hasta las dos de la madrugada.
Insisto con argumentos de cajón: pandemia, toque de queda, vecinos. Fracaso. El tipo está bebido y se pone agresivo. Me retiro. No tiene sentido discutir. Regresa con sus amigos y sube el volumen a un nivel que hace que sienta ondas de viento en mi espalda. «¡Ese es mi país!», me digo apesadumbrado de vuelta a casa.
Pienso en los que sin necesidad salen a la calle en estos días, en todo lado. Es la misma conducta. Los otros o no existen o valen… Ustedes saben. Es prepotencia a lo bruto. Aquí y más allá: en Quito y en Guayaquil, en Chone y en Cañar, en todo lado. El 20% de narcisistas prepotentes. No es individualismo, es narcisismo mortal. Es el virus que nos corroe como sociedad.
Hablamos hasta el cansancio de democracia en la política. Lo cierto es que estas conductas tan arraigadas son profundamente antidemocráticas pues implican desconocer los límites entre los derechos de los otros y los deseos narcisistas. ¿Puede funcionar una cuarentena con gente a la que finalmente le importa un comido la suerte de «los otros»? Y no me refiero a aquellos que se ven forzados a salir porque deben hacer un dólar para parar la olla. Ellos se juegan la vida. Es relativamente sencillo acusar a los políticos de nuestros males. Y nuestro absoluto desprecio del otro, ¿dónde queda?
20:00. El reguetón sigue golpeando con fuerza mis oídos, los vidrios, las paredes, el atardecer, las bandadas de pájaros que buscan cobijo, la cifras de contagiados y muertos, la condena a Correa. Tiro la toalla. Me rindo. Hago un brindis virtual con Diego Cornejo. Me encierro en la habitación y trato de reconciliarme con este día infausto escuchando el yaraví más triste del mundo.
Nota final: El viejo fumador no se ha dejado ver en todo el día. La reja de metal de su casa permanece cerrada. ¿Ha decido hacer la cuarentena? ¿Su familia le ha impuesto una férrea disciplina? ¿Tendrá suficientes cigarrillos para tolerar el encierro?
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