
Jueves, 16 de abril de 2020
10:30. Concluyo la lista de llamadas del día. Un día, una lista; otro día, otra lista. A veces no es suficiente el breve mensaje de WhatsApp. La última es a Santiago Carcelén. El inevitable: «¿Cómo estás?». La respuesta: «Hecho mierda. El Miguel Varea murió» . Me cuenta una anécdota de cuando hizo el documental sobre Ramiro Jácome. Santiago le preguntó qué pensaba de la pintura de Jácome. «Verás —respondió Varea—, vos sabes que no hay muerto malo». Era la ironía en persona.
Mentiría si dijera que era mi amigo: no, no lo era. Tampoco era un conocido cercano. Admiraba su obra, de allí que un fragmento de su cuadro Los gemelos ilustra la segunda edición de mi novela Un asunto de familia. Poeta pintor o pintor poeta: un genio del dibujo y de las palabras. Admiraba su vocación radical de autoexilio en el territorio de la paradoja y de la ironía. Fue el único creador radicalmente nietzscheano que ha parido el país andino y tropical. Un Zaratustra en su nido de águila. Antipintor y antipoeta. Fue el Nicanor Parra de los pintores y el Max Beckmann de los poetas. A veces incomprensible, a veces de una lucidez que impulsaba al suicidio. Estaba sobre todo al margen de todo y a la vez en nada. Era la materialización de una libertad feroz y a la vez afable (lo digo por las pocas oportunidades en que pudimos conversar). ¡Un peligro! Lo admiraba y le temía. Lo admiraba a la distancia a través de esos extraños objetos que tenían la forma de libros ilustrados con sus potentes dibujos y de sus cuadros, cuando los exponía.
Escribo a Diego Cornejo Menacho, le cuento lo que me contó Santiago. Una respuesta telegráfica: «Qué mala noticia, ¡ajo!». Instantes después me envía una foto en la que está junto a un autorretrato de Varea: «Miguel y yo», dice el pie de foto. En la mirada de Diego pesa esa ausencia. Me explica que el cuadro tiene una frase escrita por el pintor: «Tristemente célebre. ¿Quién se libra del origen y del fin?».
Como un flash recuerdo que una noche, de esas noches maravillosamente eternas de charla y vino en Graneros, Rancagua, Chile, en que Pedro Emilio Pérez me contó un par de historias de Quito. Fue muy amigo de Varea en los setenta. Lo ayudó a montar una exposición en la Galería Artes de la Luz de Perón. Estuvieron trabajando hasta la madrugada. A mitad de la mañana del día siguiente, María Eugenia, la esposa de Pedro Emilio, lo llamó a decirle que Varea había destruido los cuadros «con un cuchillo parrillero». Leo y releo las últimas palabras «cuchillo parrillero». Es como si allí estuviera el secreto de lo sucedido aquella noche. Luego Varea acompaño a Pedro Emilio y María Eugenia a vivir en Playas, donde Pedro trabajaba. Recuerda: «Caminaba por la plaza dibujando desde el barco encallado hasta el hotel Playas». ¿Por qué me afecta tanto su muerte?
21:00. En mi desordenada biblioteca encontré su libro Una estétika del disimulo (Quito, 2003). Me puse a releerlo, avanzo con dificultad entre su estilo críptico y la alucinación de sus dibujos. Lo he olvidado. «La simulación es lo único que sirve para enfrentar la llamada AUTENTICIDAD […] Cada vez que aparece una pluma fuente como que me fluye la sinrazón», dice en el prólogo escrito por él. No, no es un libro para leerlo, es para bucear en los meandros de la sinrazón de la razón o la inversa. ¿Qué más da? «…Hay algo de mí ke está en mi contra» se titula el epílogo de Milagros Aguirre de este no-libro. Abro al azar Una estétika del disimulo, como si fuera un oráculo: «Publicidad: el pintor de vanguardia se vuelve parte de las instituciones que ahora lucran del nihilismo».
No lo conocía, no era mi amigo, lo admiraba a la distancia. No tengo nada que contar: ni una amebiana anécdota. De cuando en cuando me encontraba con un cuadro o un dibujo suyo y era como si me impactara un rayo que me llevaba a una dimensión desconocida.
Es todo por hoy.
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